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mardi, 31 décembre 2019

El marxismo cultural como mutación ideológica

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El marxismo cultural como mutación ideológica

Carlos X. Blanco

Ex: https://decadenciadeeuropa.blogspot.com

En la historia de las religiones se suele considerar que una mutación drástica en el cuerpo de los dogmas da pie a un cisma, una herejía o, sencillamente, a una religión nueva. Los criterios para considerar el grado de ruptura, parcial o radical, con el sistema de creencias precedentes, suelen agruparse en dos grandes grupos: internos y externos. Dentro de los criterios internos, hay mucho campo para la discusión teológico-dogmática. Allí, seguidores de lo viejo y de lo nuevo se enzarzan en agrias peleas en torno al verdadero contenido revelado y doctrinal. Dentro de esta discusión interna, no es posible ser neutral. Todos creen, pero creen de diversa manera. Todos comparten una raíz de creencia o un humus de devoción, pero están dispuestos a morir o dejarse matar por aquello en que difieren. Hay tramos y porciones de racionalidad, pero hay siempre un intangible núcleo duro de fe. Así se escribe la historia de los Concilios, y la historia de muchas herejías, herejías que siempre lo son con respecto a ortodoxias triunfantes. Nunca muere una religión del todo, pero todas mutan y se ramifican por más que sean celosos los correspondientes guardianes de la ortodoxia.

Sabido esto, otro tanto se diga de las ideologías. Las ideologías se comportan de muy parecido modo que las religiones. Como ellas, poseen núcleos duros de dogmatismo e irracionalidad, acaso núcleos inexpugnables e imposibles de purgar en el alma humana. Como las creencias trascendentes, las creencias mundanas de signo político, pues eso es ideología, poseen sus núcleos y sus cinturones opinables, sus iglesias y sus aparatos de propaganda, inmunización, represión y mutación. Las ideologías también mutan, y llegan a volverse adversas al cuerpo dogmático de procedencia. Y al igual que sucede con las religiones, las ideologías poseen segmentos de discusión racional que llegan a envolver a su núcleo fundacional, haciendo así que la verdad que acaso pudieran contener, fruto de una discusión e investigación libres, llegue a envenenarse al contagio con el núcleo al que sirven, y al que ellas envuelven.

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Lo arriba expresado, puede aplicarse estrictamente al marxismo como ideología. Muchos han sido los autores que han comparado el marxismo con una religión. Lo han hecho de forma simplista unos, de manera sistemática y certera otros. Acaso sean los propios marxistas quienes mejor conocen los fosos dogmáticos e irracionales de su doctrina, y sean los más exactos en su lenguaje cuando describen "herejías" revisionistas en su propia doctrina, tribunales "inquisitoriales" en el Partido, y "culto a la Personalidad" en el Amado Líder. El marxismo visto como cuasi religión por sus propios correligionarios, posee una rica historia, precisamente en el decurso de las polémicas entre comunistas, en sus sucesivas Internacionales, en sus desviaciones y escisiones. Esto, en el plano interno. Pero el marxismo como ideología también presenta, desde el punto de vista externo (esto es, ante el analista que no es partícipe de su sistema de creencias) una analogía muy notable con las mutaciones de pensamiento religioso. Así como la mutación de ciertos dogmas judeocristianos dio luz al Islam, y la mutación del catolicismo dio pie al protestantismo y de aquí brotaría, a su vez, el subjetivismo ético, podría emplearse parecido esquema con respecto al marxismo como ideología político-social y económica: su mutación en "marxismo cultural" define los tiempos aciagos que nos tocan.  Describir esa mutación sería tarea digna de un estudio mucho más extenso y hondo que el que ahora podemos ofrecer aquí. Pero vamos a señalar algunas hebras y fragmentos.

La mutación del marxismo stricto sensu, con todas sus variantes, en un marxismo cultural, nunca va a ser reconocida internamente por los propios marxistas, ni por las demás ideologías de izquierda en general. En apariencia, habrá un núcleo duro en el marxismo cultural que los viejos marxistas y marxistas stricto sensu nunca aceptarán. Me refiero a la defensa, conservación y potenciación de un sistema económico capitalista de mercado, ampliamente globalizado, dominado por grandes trasnacionales que, parafraseando a Marx, "no tienen patria". En teoría el marxismo stricto sensu es contrario a esta situación del mundo. Para esta ideología, el capitalismo es la raíz de todos los males, y el hecho de que se degraden los cimientos básicos de la Civilización, como la Familia, la Comunidad, el buen gusto o el sentido de la decencia, sería atribuible exclusivamente al poder del Capital. En efecto, Karl Marx describe la lógica del Capital como una maquinaria implacable, deshumanizada, una apisonadora y trituradora que anulará al individuo. La filosofía de Marx, y su crítica de la Economía Política supone un análisis muy fino, insuperado en su época, de los horrores del capitalismo y de su tendencia inmanente. Pero de una filosofía y de una crítica económico-política pronto hubo de surgir una ideología: el Comunismo como proyecto totalitario estatalista.

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Esta tesis es importante, y llevo años explicándosela a mis alumnos. Las ideologías han podido nacer en el seno de sistemas filosóficos, gestarse en el corazón del corpus producido por grandes pensadores, pero llegan a ser construcciones dogmáticas y anti-filosóficas. Así, por vía de ejemplo: la matriz del liberalismo está en Locke, en su filosofía. La matriz del marxismo, ya sea el socialdemócrata o el leninista, está en Marx. Pero las ideologías no son, en modo alguno, filosofías. Toda ideología es una vulgarización y fosilización de ideas filosóficas, de fragmentos de discurso y crítica que, en su momento y en manos de su creador, pudieron ser racionales, saludables, críticos y vigorizantes, pero que en manos de los epígonos, de los sectarios, de los militantes, acaban siendo rosarios de dogmas, muchas veces inconexos entre sí, y desde luego desconectados de la realidad. Las ideas de Marx, vigorosas en el momento en que surgieron de su cabeza y de su pluma, incomprendidas por el movimiento obrero de aquel momento, no son co-extensivas con la ideología de los marxistas. De la misma manera, los escritos del filósofo liberal por excelencia, John Locke, no son los sofismas ideológicos de los neoliberales.

La Filosofía es el trabajo con las ideas, y a la vez es la crítica constante e implacable de las ideologías. Una idea brota de un suelo real de categorías técnicas, económicas, sociales, culturales. Una idea es una construcción social que trasciende la praxis concreta del hombre pero que surge de ella, la expresa y la trasciende. Una idea es una organización de la realidad. En cambio, la ideología es la elaboración desvirtuada, una esclerosis y fosilización vulgarizada de las ideas.

Distingamos al filósofo del ideólogo. Si el pensamiento neoliberal extremista es un no-pensamiento, que hace del mundo un gigantesco mercado, y del hombre y la naturaleza una simple y llana mercancía, y si el Estado –dimisionario- se pliega más y más a los intereses del Gran Capital-, nuestro John Locke no es el culpable. El filósofo inglés contribuyó a organizar ideas de aquel momento suyo en que se desplegaba la mentalidad burguesa capitalista. Y si el llamado socialismo real fue más bien gulag, el terror, la escasez, la represión, Marx no es el culpable. Marx fue el filósofo revolucionario que fraguó sus ideas para interpretar su realidad en otro momento ulterior a Locke, cuando las relaciones sociales habían pasado a otra fase de explotación intensa del hombre sobre el hombre. Las ideas organizan las categorías sociales y productivas, las expresan y critican. En las ideologías, en cambio, hay siempre elementos dogmáticos, promesas salvíficas, una teología de la Historia que nos marca, de manera irrefutable, no científica, hacia dónde ir.

Es por esto que el llamado marxismo cultural es, en el siglo XXI, la Ideología con mayúsculas, la Ideología por excelencia, reuniendo todos los requisitos señalados arriba. Se trata de una ideología dogmática, como todas, que no es –directamente- fruto de ninguna Filosofía previa (y por tanto no posee un padre fundador concreto). El llamado marxismo cultural es el resultado de una mutación del marxismo ideológico, una aberración dentro del mismo. En modo alguno es una Filosofía, ni siquiera una desviación de ideas filosóficas de algún tipo.

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El marxismo ideológico había degenerado de manera notable en el primer tercio del siglo XX. En las universidades occidentales, tanto como en los movimientos obreros, se había llegado a una situación de estancamiento y polaridad. Por un lado, se vivía el factum de la Unión Soviética, la existencia densa y sólida de la Dictadura del Proletariado, un Estado socialista "realmente existente" que a los ojos de muchos, incluyendo parte de la izquierda occidental más culta y humanista, empezaba a parecer como un verdadero horror. El comunismo mostró sus garras. Una cosa era emprender la crítica del capitalismo, tratar de reformarlo o superarlo, pero conservando los valores fundamentales de la Civilización y otra, muy distinta, era apoyar un régimen totalitario, un Estado policial y terrorista que iba a contradecir todo el derecho natural y la tradición humanista de Europa y, en general, Occidente. Los marxistas apoyaron mayoritariamente ese modelo de Estado policial, colectivista y totalitario al que José Stalin le puso su horrendo sello personal. Ese fue un polo, mientras que el otro, más informado y avisado, optó por elaborar un marxismo no soviético, más crítico y "creativo". Al no depender de la tutela de Moscú, este marxismo occidental pudo liberarse de ciertos dogmas, por ejemplo el economicismo. Así, en las universidades europeo-occidentales y americanas se puso un mayor acento en las "superestructuras", esto es, en el análisis de los factores ideológicos que hacen que el capitalismo pueda crear consenso entre la población, no ya sólo entre las clases beneficiadas por el sistema de dominación, sino incluso entre las que cuentan como clases explotadas.

Así fue como gran parte del marxismo occidental dejó los análisis económico-políticos en un lugar apartado, a modo de preámbulo o presupuesto, para desarrollar en su lugar una "transformación" autónoma de las relaciones sociales e ideológicas capitalistas, al margen o a la espera de una transformación económica efectiva. De esta manera algunos autores marxistas llegaron a convertirse en autoridades "de cabecera" en la izquierda occidental. De la Filosofía de Karl Marx se procedió a una purga y elección de contenidos, obviando aquellos que implicaban la acción violenta para asaltar el poder, la acción de masas cada vez más numerosas y pauperizadas y la tesis del determinismo económico. Los marxistas occidentales obviaron, evidentemente, aquello que había que obviar para que la propia realidad no se les viniera encima, aplastándoles las narices, pues eran profecías incumplidas y hechos contrarios a la realidad. Especialmente en la Europa occidental de la Guerra Fría, dos fueron las influencias seleccionadas para producir un marxismo ideológico que reuniera esos dos requisitos de no identificarse con la U.R.S.S. ni con la revolución, y no esperar a que la base o infraestructura económica se transformara para implantar el socialismo. La primera influencia fue la de Antonio Gramsci, y la segunda la de la Escuela de Frankfurt.

De Antonio Gramsci se toma la idea de hegemonía. El filósofo italiano analizó la "totalidad social", esto es, la sociedad capitalista en la cual el Estado no era, simplemente, una suerte de "comité de empleados al servicio del Capital", sino un organismo mucho más complejo que hace que el Capital garantice el consentimiento y la aceptación del pueblo, siendo el Estado, antes que otra cosa, un agente cultural y educativo, un adoctrinador. Si las fuerzas pro-capitalistas, liberales o conservadoras, habían logrado tanto consentimiento en la sociedad esto era, a los ojos de Gramsci, debido a la cooptación de intelectuales "orgánicos", pedagogos, artistas, escritores, así como gracias al control casi absoluto de la prensa, la escuela, la universidad, el ocio y el espectáculo. De cara a la ingeniería social, que es en el fondo lo mismo que el marxismo cultural, ese control es superestructural y garantiza la continuidad "básica" del sistema capitalista.

Gran parte de la izquierda occidental posterior a la Guerra Fría se volvió interesadamente gramsciana, esto es, "idealista". El control de las ideas, la transformación del hombre para una mejor y mayor explotación capitalista del mundo, que habrá de incluir la mercantilización del ser humano a través de varias fases -su barbarización, su animalización, su cosificación- se hizo más y más necesario para la extensión del programa capitalista de dominación mundial. Hubo un momento, en el siglo XX, en que se descubrió que una interpretación "idealista" del marxismo y una colaboración ideológica del sistema con los intelectuales del izquierdismo era lo más efectivo para proceder a un saqueo sin restricciones de la naturaleza y del ser humano, transformando en mercancía todo cuanto era posible imaginar. El capitalismo descubrió que era conveniente disponer de "superestructuras" izquierdistas.

La otra fuente del marxismo cultural es, por supuesto, la Escuela de Frankfurt. Una corriente mutante del marxismo que se volvió explícita en cuanto a intenciones de obtener un "hombre nuevo", especialmente en la versión del ideólogo Herbert Marcuse quien, haciendo mixtura entre el freudismo y el marxismo, profetizó un estado animalesco de la humanidad futura en el cual el trabajo (y todo cuanto para éste autor implicaba de represión, esfuerzo, abnegación, disciplina) quedaría superado a favor del "juego". Una infancia y adolescencia permanentes en un ser humano irresponsable, dedicado permanentemente al disfrute libidinoso. Los límites entre el juego, el trabajo y el sexo se difuminan en esta teoría, con lo cual la cultura humana se vuelve absolutamente viscosa, sin formas. Esa vida convertida en una fiesta adolescente perpetua es la promesa buscada y promovida desde todos los laboratorios de ingeniería social a partir de Marcuse y su mayo del 68. En las degradadas universidades y escuelas de Occidente, semejante alternativa venció sobre el sueño del "Paraíso Socialista" que, a fin de cuentas todavía contemplaba referencias al valor del trabajo y el sacrificio, defensa de la patria y exaltación de la familia. Por el contrario, la Escuela de Frankfurt y el freudo-marxismo de Marcuse pueden considerar que tales instancias fundamentales de la Civilización son "represivas". Así, para millones de jóvenes europeos y americanos a partir de los años 60 del siglo pasado, la lucha "contra el sistema" devino en una abstracta y ciega lucha contra la Represión, y no en una lucha contra las "insufribles" condiciones económicas que hacían que esos jóvenes estuvieran bien alimentados, matriculados en la universidad y guarecidos por los ingresos de sus padres hasta bien entrada la treintena.

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Lo significativo, para nuestro análisis, no es el por qué esos millones de jóvenes semicultos se acogieron a una ideología que, a fin de cuentas, les liberaba de cargas, obligaciones, una visión de la vida cómoda, "des-represiva" que consagraba la existencia del adolescente haciéndola ideal, perpetua y superior, garantizando su vigencia hasta la vejez en una utópica Sociedad del Bienestar ilimitada, "idealista", infantilmente alzada sobre las nubes como los castillos de los sueños y de los cuentos... Lo importante es otra cosa: el marxismo cultural como mutación ideológica, como anti-filosofía, que implica todo ello está llegando a ser el mecanismo de control de pensamiento de masas más eficaz y omnímodo de la historia pues él mismo provoca el consenso universal buscado. Perpetúa las relaciones de explotación entre países y entre clases sociales, siendo ciegos ante ellas, con la ventaja de que apenas quedan "marxistas auténticos" para analizarlas y denunciarlas. La esclavitud de millones de seres en nuestro planeta queda oculta, en cambio, bajo las demandas de feministas de clase media y media-alta con diplomas universitarios y vida "liberada" que piden cuotas de igualdad. La trata de niños o el comercio de armas en el globo, se oscurecen ante las manifestaciones a favor de la aberración sexual por parte de activistas millonarios o la declaración de los derechos humanos de los simios. La degradación de las condiciones laborales de las personas no tiene el mismo "sex-appeal" en el mercado de las ideologías y de la propaganda que los llamados "derechos de bragueta". Y suma y sigue. El marxismo cultural es la mayor mutación ideológica y la mayor nube negra y tóxica sobre las conciencias del hombre y la mayor trampa de la historia. Posiblemente, la mayor apuesta del capitalismo globalizado tendente a troquelar no ya sólo la sociedad, plegada a sus dictados, sino a troquelar y transmutar la propia naturaleza del hombre.

Publicado originalmente en "Naves en Llamas" (2018; nº 2,pps. 23-32)

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dimanche, 29 décembre 2019

La vision euro-soviétique de Jean Thiriart

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La vision euro-soviétique de Jean Thiriart

par Georges FELTIN-TRACOL

Il est rare qu’un ouvrage ou plus exactement un brouillon inachevé paraisse chez deux éditeurs différents à peu près à la même date. C’est le cas pour cet essai géopolitique de Jean Thiriart dont une première version est parue chez Ars Magna dans l’excellente collection « Heartland ». Rédigé en 1983 – 1984 et mis en forme par Yannick Sauveur, cet ouvrage esquisse la vision grande-continentale du fondateur de Jeune Europe.

Face au regain de guerre froide dans les années 1980, conséquence de l’arrivée à la Maison Blanche du cow boy de bac à sable Ronald Reagan, Jean Thiriart réfléchit à l’éventuel et souhaitable alignement d’une Europe fracturée en États plus ou moins rivaux sur l’URSS alors au faîte de sa puissance. Il considère en effet qu’après les échecs de Charles Quint, de Napoléon Bonaparte et d’Adolf Hitler, l’Union Soviétique doit devenir le meilleur acteur du processus d’unification à venir. Parce que « l’URSS est aujourd’hui la dernière nation indépendante en Europe (p. 29) », il estime nécessaire qu’« un passage du communisme à plus de rationalité (et, dès lors, d’efficacité) est indispensable au Kremlin s’il veut digérer, assimiler l’Europe occidentale (p. 29) ». Jean Thiriart encourage par conséquent l’expansion de l’URSS à l’ensemble du continent européen. Il regrettera au soir de sa vie que l’Union Soviétique n’ait pas annexé à l’instar des États baltes la Bulgarie, la Pologne ou la Hongrie ainsi que les autres États membres du Pacte de Varsovie. Il approuva l’intervention de l’Armée rouge en Afghanistan à la fin de l’année 1979. Il a très tôt compris les connivences complexes entre la subversion américaniste et l’islamisme. Bien avant d’autres essayistes, il avait fait de l’« Islamérique » son ennemi principal.

Jean Thiriart devine déjà les prémices de l’« après-Yalta (p. 31) » et formule le vœu que « si le Kremlin réalise une grande république à vocation impériale, c’est par milliers que des hommes de l’Élite ouest-européenne porteront volontairement la casquette à étoile rouge, sans hésitation (p. 35) ». Il y a ici une convergence intéressante avec la conclusion polémique d’Orientations pour des années décisives d’Alain de Benoist écrite en 1983. Cet engouement pour l’Union Soviétique n’est ni romantique, ni national-bolchevik ! Pragmatique, Jean Thiriart prône « une “ doctrine Monroe ” pour l’Europe (p. 146) », défend une réunification coréenne favorable aux intérêts euro-soviétiques et propose à l’échelle planétaire « la mise en place de quatre blocs […] (Chine, Indes, Empire euro-soviétique et Amériques) (p. 135) ».

Jth-edAUSTR.jpgDans cette ambitieuse perspective géopolitique, il dénonce bien sûr l’influence du sionisme en Europe et s’inquiète de la prolifération prochaine des lois liberticides. Il consent cependant à ce que l’Europe unifiée et libérée de l’emprise atlantiste protège « un “ petit ” Israël bucolique (frontières décrites par l’ONU) […]. Par contre, la paranoïa biblique d’extrême droite qui rêve du grand Israël jusqu’à l’Euphrate doit être dénoncée et combattue avec vigueur (p. 108) ». Cette approche ne doit pas surprendre. L’auteur a toujours revendiqué la supériorité de l’omnicitoyenneté politique sur les appartenances communautaires linguistiques, religieuses et ethniques. « La citoyenneté euro-soviétique ou grand-européenne doit devenir ce qu’a été la citoyenneté romaine (p. 237). » On comprend mieux pourquoi Alexandre Douguine s’en réclame bien que les deux hommes divergeaient totalement sur le plan spirituel. La République euro-soviétique de Thiriart serait une Fédération de Russie élargie à l’Eurasie septentrionale.

Admirateur des « Hussards noirs de la IIIe République » et d’Atatürk, il réaffirme son unitarisme politique foncier. Il faut en tout cas saluer l’initiative qui permet à de nouvelles générations de découvrir ce document passionnant.

Georges Feltin-Tracol

• Jean Thiriart, L’empire euro-soviétique de Vladivostok à Dublin, préface de Yannick Sauveur, Les Éditions de la plus grande Europe, 2018, 337 p., 25 €.

mercredi, 25 décembre 2019

Progressisme, populisme, écologisme Une interview de François-Bernard Huyghe sur l’art de la guerre idéologique

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Progressisme, populisme, écologisme

Une interview de François-Bernard Huyghe sur l’art de la guerre idéologique

Interview sur Marianne.ne
Ex: https://www.huyghe.fr

FBH-art.jpgPourquoi vous intéresser aux idéologies ? Ces dernières ont-elles un vrai impact sur notre société ?

Ceux qui ont prédit la « fin des idéologies » - elles seraient balayées par le progrès matériel et intellectuel ou par le triomphe d’un modèle - se sont trompés, de Marx ou Comte à Fukyama. En tant que systèmes d’idées structurées fournissant des objectifs politiques et s’affrontant au nom de valeurs, les idéologies comptent autant qu’hier. Mais différemment. Populisme et progressisme, mondialisme et nationalisme, écologisme, luttes contre une « domination » particulière sont moins doctrinales qu’à l’époque du grand duel communisme contre démocraties. Leur imaginaire se réduit souvent à la désignation d’oppressions ou dangers à éliminer. Et ceux qui prétendent ne pas être dans l’idéologie, donc parler au nom d’un principe de réalité ou de valeurs universelles, en sont souvent les meilleurs exemples.

Quel rôle jouent les médias dans cette guerre idéologie ? Existe-t-il un « Parti médiatique » qui diffuse une même idéologie ?

Une idéologie cherche par définition à gagner de nouveaux partisans, ou à imposer ses visions et ses catégories pour vaincre les mauvaises pensées opposées. Cela suppose des médias, des relais, des interprètes, des milieux réceptifs, etc. Sans faire de complotisme (du style : les journalistes « vendus au pouvoir » par leurs propriétaire), et sans revenir sur des évidences (s’il y a deux idéologies, une doit tendre à être dominante, donc tendre à dominer les moyens d’information).... Il ne me semble pas étonnant que les médias « classiques » soient prédisposés sinon à la pensée unique, du moins à la sélection de thèmes, analyses, mots, jugements, gens autorisés à s’exprimer.., compatibles avec les convictions des élites, libérales, européennes, pour une société « ouverte », etc. Pour s’en convaincre a contrario, comparez avec le contenu des réseaux sociaux, polarisés, souvent extrémistes ou délirants. Il reflète une crise de croyance : la rupture entre bloc populaire accusant les mas médias de conformisme pro-système ou de déni la réalité et bloc élitaire horrifié, lui, par ces délires d’en bas.

Vous soulignez dans votre ouvrage l’émergence dès la fin des années 1980 d’une soft idéologie, synthétisant « des thèmes connotés à droite, libéralisme économique, pro-américanisme et à gauche, appel perpétuel à la rupture et à la modernité, programme de « libération »… » Elle symbolise la victoire des quatre « M » : Marché, Mondialisation, Morale, Média. Macron, qui se veut « et de gauche et de droite », progressiste, libéral et « révolutionnaire », en est-il l’incarnation ?

FBH-fake.jpgSon progressisme se réclame d’une sorte de sens de l’Histoire allant vers plus de libéralisme économique et politique, de technologies douces, de multilatéralisme, de gouvernance, de performance et d’Europe. Mais, il entend aussi réaliser des « valeurs » sociétales, libertaires : ouverture, innovation, réalisation de soi, diversité, tolérance... Il est bien l’héritier des idées lib-lib qui se sont répandues peu avant ou après la chute de l’URSS et il pourrait être le symptôme d’une fin de cycle intellectuel. Pour le moment, de telles représentations convient plutôt à ceux, disons d’en haut. Elles leur garantissent à la fois la défense de leurs intérêts matériels et la satisfaction ostentatoire de se sentir supérieurs. Moralement face aux obsédés de l’identité et autres autoritaires ou intellectuellement face à ceux qui n’ont « pas compris que le monde a changé » .

Vous notez que le progressisme dominant dénonce régulièrement le populisme et le complotisme. Cette idéologie a-t-elle besoin d’épouvantail, comme l’est le RN, pour s’imposer ?

Toute idéologie a besoin d’un ennemi à combattre et d’un péril à dénoncer. En l’occurrence la peste illibérale et nationaliste, nourrie de fausses nouvelles, nostalgies et fantasmes, a tout pour faire peur. Guy Debord annonçait il y a plus de trente ans une « société qui veut être jugée sur ses ennemis plutôt que sur ses résultats ». Depuis...

La montée du populisme est-il le signe que le progressisme est encore dominant, mais n’est plus majoritaire ?

Cette montée du populisme a une base sociologique bien repérée : des catégories « périphériques », perdantes de la mondialisation, sans guère d’espoir d’amélioration, en demande de protection de l’État, à faible capital culturel. Elles se réfugient dans le vote RN ou LFI, dans l’abstention, dans le mouvement Gilet jaune. Cela fait du monde et correspond à un mouvement général européen ou occidental. S’ajoute, la conviction subjective d’être le peuple légitime et de subir le pouvoir et les idées de ceux d’en haut : d’être mal représentés que ce soit politiquement, socialement ou médiatiquement.
De là à voir un populisme aussi divisé, comme sur la question identitaire (immigration et islam, souverainisme...) l’emporter électoralement, mais aussi culturellement et intellectuellement, il y a un gouffre. Déficit de leaders et d’intellectuels organiques, manque de cohérence, carence d’objectifs susceptibles de convaincre des couches sociales entre élites et peuple, absence de médiations idéologique (outre les médias, l’université, l’école, l’entreprise, les ONG, etc.) : ce sont de gros handicaps.

FBH-maitres.jpgVous relevez que les idéologies actuelles sont « anti » : antilibéralisme, anti-mondialisme, etc. Notre époque éprouve-t-elle des difficultés à créer de vraies idéologies, comme ont pu l’être le marxisme, le positivisme, le libéralisme ou le structuralisme ?

Ni l’utopie d’un monde parfait, ni les théories traçant le chemin jusqu’à cet achèvement ne font plus recette. Il y a surtout l’affrontement polarisant -libéraux-libertaires, parti de la peur voire du mépris, versus populistes, parti de la colère-. S’ajoutent des engagements idéologiques à la carte, où des groupes se choisissent un coupable ou une oppression (raciale, coloniale, de genre, spéciste, machiste, du péril fasciste, de l’ultra-libéralisme) ; ils en réclament l’élimination ou la répression par la loi et le politiquement correct.
 
L’écologisme, qui prend de plus en plus de place, peut-elle devenir l’idéologie dominante ? Exige-t-elle une remise en question du système actuelle ?

Le discours écologique actuel se réclame du principe de la vie, et pose une alternative terrifiante : la disparition annoncée par la science ou l’abandon de la logique productiviste mortifère. La radicalité de ce choix, qui se place au-delà du politique au sens traditionnel, peine à se traduire en termes de pouvoir. Ou bien le bricolage d’idées (transition douce, prise de conscience et gestes du quotidien pour sauver la planète) avec une délicieuse redécouverte du sens du péché (as-tu émis du carbone aujourd’hui ?). Ou bien la radicalité toute théorique : en finir avec le capitalisme et le système pour survivre. Mais dans ce dernier cas qui imposera la contrainte indispensable au salut ? L’écologie a encore à penser ses moyens et sa stratégie.

samedi, 21 décembre 2019

John J. Mearsheimer, “The False Promise of Liberal Hegemony”

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John J. Mearsheimer, “The False Promise of Liberal Hegemony”

 
 
 
Henry L. Stimson Lectures on World Affairs. John J. Mearsheimer, R. Wendell Harrison Distinguished Service Professor of Political Science and the co-director of the Program on International Security Policy at the University of Chicago, gave a series of three lectures in November on “Liberal Ideals & International Realities” for the Henry L. Stimson Lectures on World Affairs at the Whitney and Betty MacMillan Center for International and Area Studies at Yale.  
 
“The Roots of Liberal Hegemony,” November 13, 2017  https://youtu.be/bSj__Vo1pOU
 
“The False Promise of Liberal Hegemony,” November 15, 2017  https://youtu.be/ESwIVY2oimI
 
“The Case for Restraint,” on November 16, 2017  https://youtu.be/TsonzzAW3Mk  
 
Sponsored by the Whitney and Betty MacMillan Center for International and Area Studies and the Yale University Press.
 

vendredi, 20 décembre 2019

Georges Valois pour penser le "grand empêchement" contemporain?

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Georges Valois pour penser le "grand empêchement" contemporain?

Ecouter:
https://soundcloud.com/patrick-p-h-le/georges-valois-pour-penser-le-grand-empechement-contemporain

Avec:

Guillaume Travers, journaliste à la revue "éléments"
Pierre Le Vigan, essayiste (en photo)

Thème : « Georges Valois, pour penser le « grand empêchement » contemporain ? »

Pour écouter (URL):

https://soundcloud.com/patrick-p-h-le/georges-valois-pour-penser-le-grand-empechement-contemporain

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vendredi, 06 décembre 2019

Ecology Viewed from the Right

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Ecology Viewed from the Right

Whatever its contemporary associations, the natural home of political ecology lies on the Right – not the false Right associated with the Republican Party in America, of course, whose conservatism is little more than a desperate and self-destructive attachment to the liberal principles of the Enlightenment, but what Julius Evola has called the True Right: The timeless devotion to order, hierarchy, and justice, entailing implacable hostility against the anarchic and disintegrating principles of the modern age.

However, while a commitment to ecological integrity has long been a mainstay of the European Right, in the United States it is typically regarded as a plank in the progressive political platform – part of its prepackaged offering of open borders, economic redistribution, and amoral individualism. The absence of any broad Right-wing consensus on environmental questions in this country is partially due to the fact that our mainstream conservative party, a tense coalition of Protestant fundamentalists and neoliberal oligarchs, has proven unable (or unwilling) to actually conserve most vestiges of traditional society. This includes the purity, wholeness, and integrity of our native land, which constitute a significant part of the American national heritage. Articulating a Rightist approach to ecology while exposing its subversion by the political Left therefore remains a necessary task, due to its invariably progressive connotations in this country.

My argument for the essential place of ecology in any program of American Restoration, as well as my ideas concerning the form it should take, will differ markedly from other well-known “conservative” approaches. It is not premised merely upon our duty to wisely conserve natural resources for future human use, nor upon the restorative power of natural beauty and recreation, nor is it a patriotic commitment to preserve the heritage of our native land. These have their place, but are subordinate to the ultimate principle of ecology rightly understood: that the natural world and its laws are a primordial expression of the cosmic order and accordingly deserve our respect. Recapturing the metaphysical and ethical outlook of the traditional world, and restoring a society in accordance with it, therefore demands a defense of the natural order from those who would seek to subvert it.

To begin, it is necessary to distinguish between the Right- and Left-wing variants of political ecology, which differ so greatly in their metaphysical foundations and political ramifications as to constitute two wholly separate approaches to ecological preservation.

Leftist or progressive ecology is essentially an outgrowth of Enlightenment ideals of liberty and egalitarianism, extended to the natural world. Progressive ecology comes in two guises. The most well-publicized is the elite, technocratic, internationalist version associated with the European Greens, the American Democratic Party, and myriad NGOs, international agencies, and celebrity advocates across the globe. When it is sincere (and not merely a power grab or a cross upon which to nail ecocidal white patriarchs), this variant of progressive ecology pins its hopes on clean energy, international accords, sustainable development, and humanitarian aid as the necessary means by which to usher in an ecologically sound society. Its symbolic issue is global warming, fault for which is assigned almost exclusively to the developed world and which can be defeated through regulations penalizing these nations for their historic sins.

The other version is more avowedly radical in its political prescriptions, and might best be understood as the ecological arm of the New Left. It finds its army among the adherents of the post-1980s Earth First! and the Earth and Animal Liberation fronts, as well as green anarchists, anarcho-primitivists, and ecofeminists; its tactics are mass demonstrations, civil disobedience, and minor acts of sabotage that are sometimes branded “eco-terrorism.” Activists subscribing to these views tend to reject civilization altogether, and work to combat its many evils – hierarchy, racism, patriarchy, speciesism, homophobia, transphobia, classism, statism, fascism, white privilege, industrial capitalism, and so on – in order to end the exploitation and oppression of all life on Earth. “Total liberation” is their rallying cry. Though drawing upon romantic primitivism and New England Transcendentalism, the philosophical foundations of Leftist ecology can be traced more directly to the ‘60s counter-culture, critical race theory, feminism, and the peace and civil rights movements.

Despite their ostensible commitment to natural preservation, both variants of Leftist ecology (for reasons discussed below) ultimately devolve into a fixation on “environmental justice” and facile humanitarianism, lacking the features of a genuinely holistic, integral ecological worldview. However, despite the apparently monolithic nature of American environmentalism, the progressive understanding of ecology is not the only one to take root in this country.

To many of its earliest prophets, such as the Romantic poets and New England Transcendentalists, as well as nineteenth-century nature philosophers and wilderness advocates, nature mysticism was the contemporary expression of a primordial doctrine, one that emphasizes natural order and a devotion to forces that transcend mankind. For men of the West, this ancient doctrine and its understanding of the cosmos are expressed, symbolically and theoretically, in the traditional Indo-European religions and their philosophical offshoots.

According to some proponents of this tradition, while primordial man – with his unfettered access to divine reality – might have possessed this wisdom in its entirely, when mankind fell from his early state, these ancient teachings receded into distant memory. They are dimly echoed in the traditional religious doctrines of the ancient world, such as the old European paganisms, Vedic Hinduism, and early Buddhism. Philosophical traces of this old wisdom can also be discerned in the metaphysics of the Pythagoreans, Neoplatonists, and Stoics.

While certain strains of Christianity have emphasized a strictly dualistic and anti-natural conception of the cosmos, this is not the only or even the predominant view. The more esoteric Christian theologians and mystics (largely Europeans influenced by their ancestral pantheism or Neoplatonism) have also regarded the natural world as an unfolding of divine reality, expressed in the theology of Franciscan and Rhineland mysticism, as well as the Christian Hermetism of the Renaissance.

Finally, to counter the development of Enlightenment liberalism, socialism, scientific materialism, and industrialism in the modern era, Romanticism and German Idealism offered a new artistic and philosophical iteration of the ancient holistic worldview, which later achieved its most radical expression in the anti-anthropocentrism of Nietzsche, Heidegger, and Robinson Jeffers.

Of course it would be an exaggeration to claim that all of these thinkers were proto-ecologists or, for that matter, even remotely concerned with the preservation of wild nature. The point is rather to understand how they all offer, in languages and concepts adapted to different cultures and epochs, a particular way of approaching one primordial truth: that the cosmos is an interconnected, organic whole, a natural order which demands our submission.

The fundamental metaphysical orientation of the traditional world, and therefore of the True Right, might be technically described as “panentheistic emanationism.” Simply put, there is an ultimate reality, a silent ground that contains and transcends all that is, known variously as God, Brahman, the Absolute, the Tao, the One, or Being. All that exists is an unfolding or emanation of this primordial oneness, from the highest deities and angels to material elements in the bowels of the Earth. While there is a hierarchy of being, all that exists has dignity insofar as it participates in this divine unfolding. Everything in the cosmos is an emanation of this transcendent reality, including all things on Earth and in heaven: the animals, the plants, the mountains, the rivers and seas, and weather patterns, as well as the biological, chemical, and ecosystemic processes that give them order and being.

This includes the race of man, which occupies a unique station in the cosmic hierarchy. Into the primordial oneness, the seamless garment that linked all other known creatures in their unbroken fealty to the natural law, human self-consciousness arose. Though partaking of the material form of other animals and “lower” orders of creation, mankind also possesses reason and self-will, introducing multiplicity into the divine unity. We find ourselves between Earth and Heaven, as it were.

On the one hand, this renders us capable of transcending the limitations of the material world and obtaining insight into higher levels of being, thereby functioning as an aspect of “nature reflecting on itself.” By the same token, unique among other known emanations of the Godhead, we are capable of acting out of self-will, violating natural law and setting ourselves and our own intelligence up as rivals to the Absolute. In addition, given our self-will, artificial desires, and unnaturally efficient means of obtaining them, humans cannot in good conscience pursue the purely natural ends of propagation, hedonism, and survival at any costs. To truly achieve his nature, to reintegrate himself into that primordial oneness from which he is presently alienated, man must transcend the merely human and align his will with that of the Absolute. Certain humans are capable of approaching this state: These are the natural aristocrats, the arhats, the saints, the Übermenschen.

Of course, given our flawed and fallen nature, most humans will remain attached to their self-will and material interests. Thus, while the religion of egalitarianism proposes a basic anthropocentrism whereby all humans are equal simply by virtue of being human, in the traditional doctrine this is negated by the fact of human inequality. As Savitri Devi observed, a beautiful lion is of greater worth than a degenerate human, given the lion’s greater conformity to the natural order and divine Eidos. For this reason, both traditional metaphysics and an ecology viewed from the Right require that we reject the sentimental humanitarianism of the modern Left, according to which each and every human life (or, indeed, non-human life, in the case of animal rights) has equal value.

An additional implication of this view is that, humans being unequal in their ability to approach the divine and to exercise power justly, social arrangements must ensure rule by the higher type. This is the essence of the tripartite Indo-European social structure; the caste system of priest, warrior, and merchant/artisan that formed the basis of traditional societies. The regression of castes characteristic of the modern world, the collapse of all traditional social structures and the enshrinement of democratic rule, does not truly mean we are self-ruled. It merely means that instead of being ruled by priestly (spiritual) or kingly (noble) values, we are ruled at best by bourgeois (economic) or at worst by plebeian (anarchic) values. The values of the bourgeois and the plebeian are invariably oriented towards comfort, pleasure, and acquisition, rather than transcendence or honor. The tripartite organization is therefore necessary in order to place a check on humanity’s most profane and destructive impulses, towards itself and towards the natural world.

The corollary to this outlook is a suspicion of the philosophical underpinnings of late modernity, with its unbridled reductionism, atomism, and purely instrumental view of man. Other sociopolitical implications follow.

Rightist ecology entails a rejection of both Marxist-Communist and neoliberal economics, the former for its egalitarian leveling and both for their reduction of man to a purely economic being. In addition to its toxicity for the human spirit, this tyranny of economics leads humans to regard the world not as the garment of God but as a mere standing reserve, a collection of resources for the satisfaction of human desires.

While advocating for technology that genuinely improves human life and lessens human impact on other species, the Right-wing ecologist rejects technology which encourages ugliness, hedonism, weakness, and feckless destruction.

While understanding the importance of cities as centers of culture and commerce, the Right-wing ecologist prefers the Italian hill town, attuned to the contours of the land, with a cathedral standing at its highest point, over the inhuman modernist metropolis or manufactured suburb.

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This ecology also entails an opposition to excessive human population growth, which threatens spiritual solitude, the beauty of the wilderness, and the space needed for speciation to continue. Quality and quantity are mutually exclusive.

Additionally, contrary to the “totalitarian” slur often employed against it, the True Right believes that difference and variety is a gift from God. Rather than viewing this as a categorical imperative to bring as much diversity as possible into one place, the right seeks to preserve cultural, ethnic, and racial distinctions. It should therefore also strive to preserve the world’s distinct ecosystems and species, as well as human diversity of race and culture, against feckless destruction by human actors (unavoidable natural catastrophes are another matter). As the world of mankind sinks into greater corruption, the natural world remains as a reflection of eternal, higher values, a unified whole unfolding in accordance with the divine order.

A possible objection bears discussion. All Indo-European beliefs, and indeed most traditional doctrines the world over, posit an inevitable end to this world. Whether it comes to a close with the Age of Iron, the Second Coming, the Age of the Wolf, or the Kali Yuga, most teach that this cosmic cycle must end in order to make way for a new one. This generally entails the destruction of the Earth and everything on it. How can this be reconciled with a Right-wing ecology, which posits a duty to preserve those vestiges of pure nature most reflective of the divine order? What, indeed, is the point, if it is all destined to be destroyed anyway?

First of all, this apocalyptic scenario is also a dogma of modern science, inescapably implied by its theories of cosmic evolution. Life on Earth will be destroyed, if not by some anthropogenic insanity then by the expansion of the Sun or the heat death of the universe. The difference is that the progressive ecologist has no abiding, objective reason to preserve the pristine and the authentic in nature beyond personal taste; no escape, in fact, from the jaws of complete subjectivity and nihilism. This is why progressive ecology typically devolves into a concern with social justice, when it is not merely a personal preference for pretty scenery or outdoor recreational opportunities.

For the ecologist of the Right, however, the end of all things human is no argument against living with honor and fighting dispassionately against the forces of disintegration and chaos. The Man Against Time may, in the long run, be destined to fail in his earthly endeavors, but that does not lessen his resolve. This is because he acts out of a sense of noble detachment – the karma yoga of the Bhagavad Gita, Lao-tzu’s wu-wei, or Meister Eckhart’s Abgeschiedenheit – whereby action flows from the purity of his being and his role in the cosmos rather than from utilitarian calculus or willful striving. Upholding the natural order demands that we defend its purest expressions: the holy, innocent, and noble among mankind, as well as the trees and wolves and rocks that were here before us, which abide in an unconscious harmony with the cosmic order to which man can only aspire.

In his commitment to live in conformity with the natural order and to uphold it against the arrogance of modern man, the Right-wing ecologist accepts the role of detached violence. Most environmentalist rhetoric one hears nowadays is couched in the effete verbiage of contemporary Leftism: rights, equality, anti-oppression, “ethics of care,” and so forth. In addition to its stronger metaphysical bent, the ecology of the Right also offers a more virile ecology, a creed of iron which disdains the technologization and overpopulation of the world because it leads to the diminishment of all life; which upholds the iron laws of nature, of blood and sacrifice, of order and hierarchy; and which is contemptuous of human hubris because of its very pettiness. It is an ecology that loves the wolf, the bear, the warrior, as well as the thunderstorm and the forest fire, for the role they play in maintaining the natural order; that wants to keep large tracts of the Earth wild and free, that cannot bear to see it rationalized, mechanized, and domesticated. It is ecology that disdains softness, ease, sentimentalism, and weakness.

The ecologist of the Right knows that “life in accordance with nature” is no Rousseauian idyll or neo-hipster imperative to “let it all hang out,” but demands stoicism, hardness, and conformity to a thousand stern laws in the pursuit of strength and beauty. This is a virile religiosity, an ascesis of action rather than mere personal salvation or extinction.

Seen in this light, ecology is a necessary feature in the restoration of traditional society. By “traditional” we mean not the free-market, family values, flag-waving fundamentalist zealotry that the term implies in twenty-first century America, but rather an outlook that is grounded upon the divine and natural order, which dictates that all things abide in their proper place. With respect to man and nature, this means that mankind must acknowledge his place in the cosmic order and his role as the guardian and self-awareness of the whole, rather than seeing himself as its tyrannical overlord. It demands the wisdom and introspection necessary to understand our role in the divine plan and to perform our duties well. It demands authenticity, recognizing the cultural and historical soil from which we emerged, and preserving the traditions and memory of our forefathers. This reverence towards the cosmic order demands that we respect its manifestation in the rocks, trees, and sky, whose beauty and power continually serve to remind us of the transcendent wisdom of the whole.

An earlier draft of this essay was published in Social Matter Magazine.

Article printed from Counter-Currents Publishing: https://www.counter-currents.com

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lundi, 02 décembre 2019

Jérôme Sainte-Marie sur le thème “Macron, le bloc bourgeois et les Gilets jaunes”

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Jérôme Sainte-Marie sur le thème “Macron, le bloc bourgeois et les Gilets jaunes”

 
Mercredi 9 janvier, aux “Mercredis de la NAR” nous recevions Jérôme Sainte-Marie sur le thème “Macron, le bloc bourgeois et les Gilets jaunes”. Diplômé de l’Institut d’Études politiques de Paris, politologue, spécialiste des études d’opinion, Jérôme SAINTE-MARIE préside la société d’études et de conseil Polling Vox.
 
Il a notamment publié « Le nouvel ordre démocratique » aux éditions du Moment en 2015. Au lendemain de l’élection présidentielle de 2017, Jérôme Sainte-Marie avait expliqué que le clivage droite-gauche s’estompait au profit d’un affrontement entre « libéralisme élitaire » et « souverainisme populaire » dont les Français avait de plus en plus nettement conscience et qui pourrait conduire à de très fortes tensions si un programme ultralibéral était appliqué.
 
Comment analyser aujourd’hui “Macron et le bloc bourgeois face à la révolte des Gilets jaunes ?”
 

dimanche, 01 décembre 2019

La Droite buissonnière de François Bousquet

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La Droite buissonnière de François Bousquet

par Juan Asensio

Ex: http://www.juanasensio.com

 
Nous avouerons sans peine que l'essai que François Bousquet a consacré à Patrick Buisson, un auteur à réputation médiatiquement sulfureuse que j'avais évoqué dans cette note, se lit non seulement sans peine mais avec un assez vif plaisir : nous sommes là, tout de même, avec La Droite buissonnière, face à un commentateur qui possède ses lettres et sait, à l'occasion, en jouer, à l'inverse des arrivistes incultes que sont Eugénie Bastié et Alexandre Devecchio pour n'en citer que deux parmi tant d'autres, que Jean-François Colosimo n'hésite pourtant pas à publier au Cerf, sans doute parce qu'il estime que leur surface médiatique est inversement proportionnelle à la qualité de leur prose insipide, et que dire de ce qui leur tient lieu de culture et de pensée. N'oublions pas que cette même Eugénie Bastié a pu être présentée, dans le numéro du mois de juin 2017 de la revue Éléments dont François Bousquet est le rédacteur en chef, comme une authentique insoumise, et que ce dernier a assuré la promotion, à l'occasion d'une conférence au cercle bruxellois Pol Vandromme, du dernier ouvrage d'Alexandre Devecchio, que j'ai surnommé Monsieur Euh... (un Euh... bien appuyé, vous suçant la semelle comme une plaque de gadoue) tant il est incapable d'aligner plus d'un mot sans prononcer celui de son fier patronyme, et qui, habitué du Figaro, n'a pas exactement besoin, euh..., de publicité. Autant de petites raisons, que les nobles âmes jugeront évidemment mesquines et même lamentables ce dont je me contrefous comme il se doit, qui pourraient me faire prendre en grippe une revue qui incarne à peu près tout ce que je déteste : le copinage idéologique à voilure plus ou moins ample, et qui n'épargne à l'évidence aucun organe de la Presse, y compris (surtout sans doute) tel ou tel qui se présente comme absolument pur de toute contamination consanguine.
 
Ajoutons, histoire d'enfoncer le clou ou d'aggraver mon cas ce sera selon, qu'Éléments n'a jamais cru devoir évoquer mon travail si ce n'est il y a fort longtemps, par le biais d'un Ludovic Maubreuil ou d'un Christopher Gérard. Cela ne m'empêche certes pas de dormir, pas plus que mon sommeil n'en a été troublé depuis que j'explore la Zone, mais enfin, quand je vois la place accordée à tant de nullités dont la moindre dégoulinade est tournée en bouche comme un nectar d'intelligence, quand je vois la haute considération entourant le ridicule Renaud Camus, je me dis que cette revue, puisque, à tout le moins, elle ne cesse de se dire indépendante de toute chapelle et de toute alcôve, s'honorerait d'évoquer le colossal travail d'anarque que j'abats depuis des années, et cela sans bénéficier des petites aides et renvois d'ascenseur si communs à droite, à gauche, au centre et aux bords (pour ne pas dire extrêmes). Ces plaisantes saillies, nous le verrons plus loin, ne traduisent pas que mon bannissement de ce type de revue, mais un mal plus profond, en lien direct avec le sujet du livre de François Bousquet : non seulement l'éparpillement des clans, à droite, pouvant peser sur une réflexion politique mais l'absence de véritable socle intellectuel sur lequel en bâtir une, ce qui est infiniment plus grave on me l'accordera.
 
Ce n'est en tous les cas que tardivement que j'ai lu le livre de François Bousquet, alors que je l'avais reçu au mois de mars 2017 en ma qualité de membre du jury de feu le Prix du livre incorrect, qu'André Bonet a récemment sabordé, sans doute pour laisser place nette aux batraciens de L'Incorrect, tout contents de pouvoir ainsi récupérer à moindres frais un intitulé qui leur permettra eux aussi de récompenser les productions de leurs petits copains et seulement elles, voire de les inviter à partager la flache dans laquelle ils barbotent et croassent lorsqu'ils voient passer une blonde à regard vide prénommée Marion, espérant qu'elle daignera leur accorder un chaste baiser qui les transformera aussitôt en Princes de la Chrétienté écrasant de sa superbe germanopratine et de son marteau dialectique le rusé donc fourbe Sarrazin.

FB-drbuiss.jpgMe relisant, je me dis que j'ai finalement du mérite à m'être en fin de compte plongé dans la lecture de l'ouvrage de François Bousquet dont on ne pourra guère m'accuser, du coup, de vanter louchement les mérites qui, sans être absolument admirables ni même originaux, n'en sont pas moins bien réels : mes préventions, toujours, tombent devant ma curiosité, ma faim ogresque de lectures, et ce n'est que fort normal.

J'affirmais que ce gros ouvrage de quelque 400 pages pour une fois à peu près correctement revu (1) se lisait très agréablement, peut-être parce qu'il se place sous les auspice du titre d'un des textes les plus connus de l'excellent critique que fut le regretté Pol Vandromme, sans doute encore parce qu'il évoque bellement des auteurs tels que Georges Bernanos (cf. p. 62) ou encore Pier Paolo Pasolini (cf. p. 36) et Léon Daudet, le gros Léon dont le verbe si extraordinairement pugilesque fut tout sauf rond et bonhomme (cf. p. 64), surtout enfin parce qu'il ne dédaigne pas appeler un chat un chat et une nullité journalistique une nullité journalistique (2) tout en filant, ici ou là, la métaphore, sans trop d'exagération pour que la pratique ne nous paraisse pas une coquetterie censée masquer de véritables lacunes ou faiblesses : «pour le Buisson ardent, le bûcher est toujours allumé» (p. 143) ou bien à propos de l'influent Alain Bauer, dont «l'entregent est transversal et transpartisan» et qui «graisse les gonds des portes du pouvoir ou les grippe au nom des solidarités d'appartenance», les siennes allant «préférentiellement à la franc-maçonnerie et à la police» (p. 348). D'autres font les frais, et c'est heureux, de l'alacrité de François Bousquet, excellent porte-flingue de Patrick Buisson puisque, au rebours des plus basiques règles de la défense rapprochée, il tire avant de désarmer l'adversaire ou plutôt, avec ces guignols malfaisants, l'ennemi. Enfin, un peu d'acidité distillée dans une écriture point aussi insipide que la camomille sirupeuse des sous-pigistes du Figaro et des maréchalistes à jabot transparent, incorrection germanopratine, petits poings roses fermés sous des gants de soie et langue effiloché et filandreuse !

On jugera ces traits de l'esprit des facilités, ce qu'elles ne manquent pas d'être bien sûr, même si elles restent, à une époque où l'essayiste le plus accompli écrit comme un notaire constipé, plus que jamais nécessaires à notre plaisir de lecteur, surtout aussi lorsqu'il s'agit de défendre et d'illustrer l'action d'un conseiller de l'ombre encore vivant sur lequel est tombé à bras raccourci et langue pendue «un syndic d'ambitions médiocres qui ne donnent leur mesure que coagulées contre l'homme seul, qu'il s'appelle le colonel Chabert, le cousin Pons, Vautrin ou Patrick Buisson» (p. 352). C'est sans doute en faire un peu trop dans la paternité d'un homme débarrassé des «affiliations partisanes» et appartenant selon notre commentateur aux irréguliers, aux anarques (tiens !) et aux mauvais esprits (p. 371) pour le coup même si, dans cette défense truculente, François Bousquet est infiniment plus convainquant qu'une Muriel de Rengervé endossant son armure de sainte Pucelle pour porter secours à Renaud Camus emprisonné dans la plus haute tour de son petit château.

Si la forme est agréable, le fond ne démérite pas, puisqu'il se propose d'examiner à l'air libre quelques-unes des racines intellectuelles ayant façonné la pensée politique de Patrick Buisson, que nous pourrions, en collant plusieurs citations de François Bousquet, résumer en peu de mot : une droite, buissonnière donc, autrement dit qui n'a pas eu peur de frôler les pires interdits structurant l'idéologie française et, plus largement, une politique qui «reposera sur l'imitation des pères, par l'émancipation des fils, et proclamera une loi entre toutes supérieure» consistant pour l'homme à s'acquitter, «noblesse oblige» (p. 65), de la charge qu'il a contractée dès sa naissance. Il s'agit donc de sortir, pourquoi pas par l'action du Prince ou plutôt du conseiller du Prince qui est aussi, selon Bousquet, le Prince des conseillers, de l'âge de la «moyennisation» tel qu'elle fut diagnostiquée par le sociologue Henri Mendras, à savoir un «effondrement de la qualité humaine» (p. 91) qui sera ainsi commodément rangée dans les petits tiroirs des pions déconstructeurs maîtres du nouveau monde dans lequel nous sommes d'ores et déjà entrés, où «toutes les identités subsidiaires, voire parodiques», sont recevables, «sauf l'identité nationale» selon les mots mêmes de Patrick Buisson que cite François Bousquet (p. 254).

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Quoi qu'il en soit, le rôle de Patrick Buisson n'est absolument pas à minimiser, malgré l'évidente nullité intellectuelle et la versatilité opportuniste du Président Nabot qu'il a conseillé car, selon François Bousquet, nous avons assisté à un véritable changement «dans l'ordre du discours» et même, n'hésite pas à affirmer l'essayiste, à «une révolution conservatrice», du moins à ses «premières lueurs», Sarkozy en ayant été «l'instrument», «inconscient, somnambulique ou contrarié, comme on voudra» et Buisson le «ventriloque» (p. 364). En fait, tout l'intérêt du livre de François Bousquet, outre celui consistant à reprendre, pour les contrer point par point, les allégations et fantasmes d'une Presse devenue totalement consensuelle et la gardienne du Camp du Bien, aura été de démontrer que «la ligne Buisson», moins que le politique on l'a vu si piètrement incarné par l'époux de Carla Bruni que moque allègrement François Bousquet, se sera efforcée d'agir sur l'ordre symbolique (cf. p. 366), osant de nouveau prononcer, après tant d'années d'une honte si intimement assimilée par les habitants de notre pays démoli qu'elle semble surgir immédiatement prête toutes les fois que naît un Français ne sachant quasiment plus rien de l'histoire grandiose de ce qu'il hésitera à reconnaître comme étant son propre pays, quelques mots chargés de dynamite (autorité, nation, etc.), même si nous avons pour le moins beaucoup de mal à imaginer de quelle façon nous pourrions faire revenir l'assise française, et cela dans ses composantes socio-intellectuelles, dans une «matrice chrétienne» (p. 370) qui ma foi, si elle n'est pas surnaturelle, aura au moins en toute logique théologienne force raison de disparaître, engloutie dans sa médiocrité et sa faiblesse.

Nous touchons-là le centre de l'essai de François Bousquet, que nous pourrions rapprocher des petites remarques ironiques mais pas moins vraies émises en début d'article, et qui n'étaient que faussement superficielles puisque, après tout, le livre de François Bousquet peut se lire, aussi, comme l'analyse spectrale de la droite française ou de ce qu'il en reste : aujourd'hui, le camp de la Réaction que nous opposerons au camp perclus du soi-disant progressisme qui ne fait que du surplace et du rabâchage depuis des lustres, est difficilement tenu par une poignée de petits cercles plus ou moins de droite ou d'extrême droite, mais qui en aucun cas n'accepteront de se fondre en une puissante force capable de porter vers la présidence de la République une personne censée porter et même mettre en pratique ses idées. Nous nous trouvons bien au contraire face à une multitude d'intérêts, parfois profondément contradictoires (la droite royaliste méprise la droite lepéniste qui le lui rend bien, la droite catholique se pince le nez et murmure des oraisons devant la droite païenne qui la trouve fossilisée, la droite anarchiste les regarde toutes de haut), mais qui pourtant ne se privent pas de s'entraider, ou, plus sordidement, de s'entrelécher à l'occasion et suivant les intérêts, petits ou grands. Patrick Buisson a cru ou semblé croire, un temps du moins, que Nicolas Sarkozy, en dépit de sa médiocrité politique et intellectuelle patente, pouvait traduire ces idées de droite, jamais vraiment appliquées, en actes, comme si un homme mille fois plus constant, courageux et intelligent qu'il ne l'aura jamais été pouvait, à lui tout seul, replanter l'arbre français catholique déraciné, conférer une nouvelle harmonie à un organisme privé de vertèbres, de cœur et même de cerveau, pour ne rien dire de l'âme !

BdC-île.jpgReste une autre solution, plus fictionnelle, donc métapolitique, que réellement, modestement politique, sur le papier en tout cas ne souffrant point l'endogamie propre à l'élite française, de droite comme de gauche, solution purement romanesque qu'explore Bruno de Cessole dans son dernier livre, L'Île du dernier homme, et que nous pourrions du reste je crois sans trop de mal rapprocher de la vision de l'Islam développée depuis quelques années par Marc-Édouard Nabe, consistant à trouver, dans la vitalité incontestable des nouveaux Barbares, le sang nécessaire pour irriguer la vieille pompe à bout de force d'un Occident en déclin, d'une France complètement vidée de sa substance, d'un arbre, si cher au Barrès des Déracinés, qui a perdu toutes ses feuilles et ne fait plus de bourgeons. Je doute que cette vision que l'on pourrait à bon droit qualifier de facilement esthétisante ou de dangereusement nihiliste et que je me bornerais pour ma part à prétendre strictement réaliste, ainsi qu'une voie géopolitique méritant, comme une autre, d'être explorée du moins intellectuellement, comme le montre par exemple le propos d'un Michel Houellebecq dans Soumission, je doute donc qu'une telle ligne, fictionnelle au mauvais sens du terme, fictive, puisse être facilement acceptée par Patrick Buisson ou même par son excellent interprète, François Bousquet. Pour ma part, la plus grande des fictions, la plus ridicule des fables serait assurément de croire que la France va être rebâtie autour du sabre et du goupillon : les épées sont de mousse et les curés michetonnent le surnaturel.

Notes

(1) François Bousquet, La Droite buissonnière (Éditions du Rocher, 2017). Je n'ai relevé qu'une seule coquille, outre un détail d'ordre typographique (cf. p. 229) à la page 228, revenue et non pas «revenu» puisque l'auteur évoque la gauche, couvertures de magazines plutôt que «magazine» (p. 356). Notons aussi quelques répétitions malencontreuses de termes à quelques lignes d'écart (comme «jamais» p. 270 ou «également» p. 323).
(2) Mention spéciale à Ariane Chemin, objet, avec sa collègue Vanessa Schneider du Monde du mépris viscéral de l'auteur, en raison de la pseudo-enquête qu'elles ont publiée sur Patrick Buisson en 2015, intitulé Le mauvais génie.

vendredi, 29 novembre 2019

F.B Huyghe : "Il y a un retour de la censure !"

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F.B Huyghe : "Il y a un retour de la censure !"

 
 
 
François-Bernard Huyghe, politologue, essayiste français et auteur de ce livre "L'art de la guerre idéologique" (ed du Cerf) est l'invité d'André Bercoff sur Sud Radio !

FRANCE (NOVOpress / https://fr.novopress.info )
François-Bernard Huyghe, politologue, essayiste français et auteur du livre “L’art de la guerre idéologique” (ed du Cerf) était l’invité d’André Bercoff sur Sud Radio.

Les actions des mouvements extrêmes, comme ceux des étudiants vegans qui refusent de s’asseoir dans une pièce où il y a un tableau de chasse du XVIIème siècle, traduisent “un mépris de la liberté” pour Bernard-François Huyghe. “Mais, au-delà de ça, il y a un retour de la censure” qui vient “de la post-gauche” et répond à un modèle “américain où les étudiants, au nom de leur sensibilité, se donnent le droit d’interrompre des conférences ou des expositions“.

Ce qui est intéressant, c’est pas qu’on soit devenu hyper-moraux, c’est qu’on le fait au nom d’une sensibilité de ceux à qui une opinion inverse serait insupportable“, explique l’auteur qui estime qu’on “rétablit un peu la crime-pensée” aujourd’hui.

Il y a une “américanisation de la vie intellectuelle” actuellement en France et une indignation permanente à laquelle “les réseaux sociaux contribuent beaucoup en permettant à chacun d’être un petit Jean Moulin“. Il y a également un “éclatement idéologique“, “une spécialisation“. Or “moins on est structuré idéologiquement, moins on a une représentation complète, plus on a tendance à dénoncer violemment l’autre pour des crimes qui seraient spirituels“.

 

samedi, 23 novembre 2019

A post-liberal reading list

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A post-liberal reading list

Why is a philosophy that's aligned with the way most people think struggling to go mainstream?

BY

Ex: https://unherd.com

The philosopher Isaiah Berlin said there were two sorts of freedom: negative and positive. Negative freedom is the freedom that comes by refusing all constraints. It is the freedom of not being pinned down, the freedom of the open road, the freedom of walking out from jail and having a world of possibilities before you.

By contrast, positive freedom is the sort of liberty that various forms of un-freedom make possible: the freedom expressed by your fingers dancing up a keyboard is made possible by years of disciplined practice; the freedom of running a marathon is made possible by years of not smoking or drinking or lazing about on the sofa. As the lonely commitment-phobic bachelor may someday come to realise, you can pay a very heavy price for choosing the wrong sort of freedom.

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Why won't Remainers talk about family?

By Giles Fraser

Liberalism is the politics of negative liberty. And it cuts Left and Right — broadly speaking, going Left on culture and Right on economics. On culture, it seeks to dismantle the cultural impediments to minority flourishing and emphasises the importance of individual choice. It is pro-gay and pro-choice. Many are comfortable with all this, but become distinctly less comfortable when words such as “family” and “motherhood” are considered to be a part of the whole apparatus of oppression and in need of deconstruction.

On economics, liberalism seeks to dismantle the barriers to free trade. With free-market capitalism, the human subject has broken free of the restrictive chains of tradition and religion, those of place and community, those of the family, even of one’s own biology. And with the inevitable forward march of globalisation; the collapse of restrictions on capital flows and financial deregulation; the disintegration of nation state borders, soon the values of the unencumbered self would stand victorious over the whole earth.

A few years after the collapse of the Berlin wall, Francis Fukuyama was so confident that Western liberal democracy had become the only show in town that he declared history to be over — and at its zenith stood the liberal subject triumphant.

Suggested reading
How motherhood put an end to my liberalism

By Mary Harrington

He spoke too soon. Whether history will record its crisis as the financial crash of 2008 or the Trump/Brexit revolts of 2016, liberalism is no longer as cocky as it used to be. Despite its many undoubted gains, liberalism is now recognised as coming with a heavy price tag. In the name of negative freedom, it hollowed out many of the conditions of human flourishing: the solidarity of community, the importance of place and roots, spirituality and religion, the family, the nation state.

Post-liberalism is the attempt to resurrect many of these ideas, not because it is hostile to freedom, but because it seeks to articulate a deeper sense of freedom: positive freedom.

Suggested reading
Call yourself post-liberal?

By Peter Franklin

The peculiar thing about post-liberalism is that even though it aligns with many (perhaps even the majority of) people in the West — Right-wing on culture, Left-wing on economics — few, if any, mainstream political parties have moved in to occupy this space. Gramsci could so easily have been talking about the present moment when he said that a political crisis “consists precisely in the fact that the old is dying and the new cannot be born”.

The following is an attempt to stake out something of an intellectual tradition for post-liberal thought, as it has expressed itself over the last 50 years or so. These are, for me, the top 10 texts that could help us consider the present moment in post-liberal terms.

1. After Virtue, by Alasdair MacIntyre

macintyrevirtue.jpgTop spot must go to Alasdair MacIntyre’s After Virtue (1981). A former Marxist turned Thomist, MacIntyre argued that the moral inheritance of the Enlightenment — the crucible of liberal values — was to strip human life of a sense of purpose or teleology. When morality is rendered merely a question of individual choice, the moral life becomes grounded in nothing other than subjective opinion. And on this flimsy basis, it has struggled to survive.

The choice we have before us, MacIntyre claimed, was Nietzsche or Aristotle (or St Benedict). He prophetically expresses the Gramscian moment as us waiting not for Godot but for a new “doubtless very different, St Benedict”. By which he means, the “construction of new forms of community within which the moral life could be sustained so that both morality and civility might survive the coming ages of barbarism and darkness”.

Another book worth reading alongside After Virtue would be John Gray’s Enlightenment’s Wake. Having been a J. S. Mill scholar for much of his academic life, Gray knows the enemy better than many of its proponents (Mill is a poster boy of classical liberalism). Given the preponderance of religiously minded people in the post-liberal quadrant, it is worth noting that atheists like Gray can equally flourish in this space.

2. Why Liberalism Failed, by Patrick Deneen

deneenlib.jpgSecond spot is shared by two very contrasting approaches, one from the Right and one from the Left. Patrick Deneen’s Why Liberalism Failed (2018) is a bracing attack on the borderlessness of the liberal self. It argues that what was designed to promote freedom instead undermined the very conditions — social, educational, religious — that made genuine freedom possible.

Deneen defends the importance of social institutions, from unions to churches to the family, that sustained human flourishing. And he points out that as human beings come to see themselves as fundamentally separate from each other, only the increasing power of the state can impose order on anarchy. Ironically, then, in the name of (negative) freedom, liberalism stimulates the state into greater acts of control.

Suggested reading
Liberalism: the other God that failed

By John Gray

By contrast, Nancy Fraser’s essay in American Affairs From Progressive Neoliberalism to Trump—and Beyond’ (2017)  carefully articulates how progressive liberalism came to form an alliance with neo-liberal economics, to create what she calls the progressive neo-liberalism of the Clintons and Blair.

Not only does she show how the populism that catapulted Trump into the White House was built upon a dissatisfaction with this alliance, but also, more philosophically, how Left and Right liberalism are brothers-in-arms — a fact that is currently most obviously expressed in the woke capitalism of Silicon Valley and Big Tech.

3. The Road to Somewhere, by David Goodhart

goodhartsomewhere.jpgThe Road to Somewhere by David Goodhart (2017) is credited with the introduction of the important terms ‘somewheres’ and ‘anywheres’ to distinguish between those who are bounded and rooted in place, and those who are mobile and rootless. Many smarted at this distinction, with its implication that those who have benefited from social mobility — or, at least, geographical mobility – have expressed some fundamental lack of loyalty to their community.

Suggested reading
It's a bad time for an illegal immigration amnesty

By David Goodhart

Theresa May’s well known comment: “If you believe you are a citizen of the world you are a citizen of nowhere” presses further on this sensitive spot. But there is little doubt Goodhart’s terminology illuminates a central aspect of the populist complaint against liberal politics. This book can be usefully paired with Simone Weil’s The Need for Roots, first published in English in 1952.

4. Hillbilly Elegy, by J. D. Vance

vanceelegy.jpgThe defence of these ‘somewheres’, often derided as small-town, small-minded ‘deplorables’ is vividly captured by J. D. Vance’s brilliant Hillbilly Ellegy (2016), a sympathetic portrait of his upbringing in the Ohio rustbelt.

Likewise, Christophe Guilluy, in his The Twilight of the Elites (2019), describes how France has been fundamentally divided between the economically successful metropolitan centres and the un-chic periphery — a distinction he uses to explain the whole gilets jaunes phenomenon.

Suggested reading
An elegy for the American Dream

By J. D. Vance

5. Red Tory, by Phillip Blond

In the UK, the post-liberal moment was anticipated by Phillip Blond in his Red Tory (2010) and later by the Blue Labour movement. In the old terms of Left and Right, both were seen as political cross-dressers. Both regard capitalism and socialism as equally flawed, preferring instead something more like an economics of distributivism, where economic activity is subordinate to human interest — see Hilaire Belloc’s The Servile State (1912). For a quick guide to Blue Labour you could do worse than listen to Maurice Glasman’s Confessions or read Adrian Pabst’s The Demons of Liberal Democracy (2019).

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6. Liberalism and the Limits of Justice, by Michael Sandel

Earlier philosophical attempts to expose the limits of liberal politics included the development of communitarianism, associated with thinkers like Charles Taylor and (his student) Michael Sandel. Sandel’s Liberalism and the Limits of Justice (1982) is a more difficult book than one might expect from Radio 4’s user-friendly ‘public philosopher’, but it is an important milestone in the tradition — not least in the way that Sandel takes on John Rawls, in many ways the master thinker of 20th century liberalism.

And, qua Rawls, a special mention here must go to Katrina Forrester’s recently published In the Shadow of Justice: Postwar Liberalism and the Remaking of Political Philosophy (2019). But for my money the two great books of this tradition are Taylor’s magisterial Sources of the Self (1989) and his brilliant little polemic The Ethics of Authenticity (1992).sandellimits.jpg

7. Theology and Social Theory by John Millbank

There is no doubt that post-liberalism — in contrast with many other 20th and  21st century ‘isms’ — has an influential and functioning theological wing. John Millbank’s Theology and Social Theory (1990) is a formidable statement of the argument. It is noteworthy that Phillip Blond began as a theology academic, Red Tory being in many ways an extension of the whole Radical Orthodoxy school that included people like Millbank and Rowan Williams.

Suggested reading
How beauty shapes our fates

By Phillip Blond

Within the church itself, it is Catholic social teaching, growing out of Pope Leo XIII’s Rerum Novarum (1891) and latterly expressed by Benedict XVI, that has proved to be especially influential. From Dorothy Day to Rod Dreher, it is not possible to capture the influence of Catholic social teaching in simple Left/Right terms. These are all Christian references, but pretty much all systems of religious belief carry both pre- and post-liberal convictions.millbanktheology.jpg

8. Why Love Matters, by Sue Gerhardt

Family life is often the entry point of former liberals into a more post-liberal sensibility. Having children often necessitates a certain rootedness, but also the lack of choice involved in who your children are or who your parents are exposes the limits of the liberal idea that we are all contractually related.

Why Love Matters: How Affection Shapes a Baby’s Brain (2004) by Sue Gerhardt is an important take on the science of early mother/child relationships. Pretty much anything by Donald Winnicott and John Bowlby on attachment would fit well under this category.

Suggested reading
Why liberal feminists don't care

By Mary Harringtongerhardtlove.jpg

9. The World Beyond Your Head, by Matthew Crawford

The tradition which follows up on John Ruskin’s emphasis on beauty also feeds into post-liberalism. Roger Scruton on architecture, Jane Jacobs on the importance of neighbourhoods, and increasingly those who try and capture something of the dignity and spirituality of work.

Matthew Crawford’s The World Beyond Your Head (2015) is a brilliant diagnosis of the way in which the liberal Kantian self finds it hard to concentrate in a world of perpetual distraction.

Suggested reading:
The rise of the hippie conservatives

By Freddie Sayers

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10. Prosperity without Growth, by Tim Jackson

Finally, the environment. Here, above all, the liberal idea of continuous and perpetual growth runs up against the distinctly post-liberal idea of the existence of limits. Tim Jackson’s Prosperity without Growth (2011) is of particular interest here. But the person I would read first is the Kentucky poet/farmer Wendell Berry. The World-Ending Fire (2019) is an astonishing collection of essays; The Unsettling of America: Culture and Agriculture (1977) is a work of genius.

This list is very much my own. Others will point to how much has been missed out. But if I were to design a kind of post-liberal curriculum, this is where I would start. In the UK, probably the most successful attempt to translate these ideas into some sort of political programme is that of the SDP’s New Declaration.

jacksongrowth.jpgBut despite the fact that many people exist within the quadrant it describes (Left on economics, Right on culture) it is still struggling to break through. It’s perhaps because it’s easier for the Right to break Left on economics than for the Left to break Right on culture — which is why the Conservative and Republican parties may be more amenable to this sort of thinking than their opponents. But even this is not a natural fit. Which brings us back to Gramsci. The old is dead. The new is yet to be born.

jeudi, 21 novembre 2019

La passion fusionnelle capitalisme-gauchisme

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La passion fusionnelle capitalisme-gauchisme

Ex: http://www.zejournal.mobi

Hier, dans une présentation du texte sur la situation bolivienne, nous avions noté combien l’emploi de certains termes politiques courants au XXème siècle donnait une perception faussaire de la situation :
« Si l’auteur l’ignore, nous ne voulons pas pour notre part ignorer une seule seconde que “les progressistes”, incluant les forces sociétales et une part très importantes des gauchismes, ou “marxistes culturels” aux USA, sont de loin, de très loin au sein du bloc-BAO les meilleurs alliés, complices et frères de sang du Corporate Power, dit également woke capitalism...» (Woke capitalism ? “Capitalisme éveillé”, ou “capitalisme avancé” [politiquement, c’est-à-dire et communicationnellement “avancé” ; c’est-à-dire capitalisme doté d’un masque progressiste qui est quasiment l’équivalent d’une “conscience progressiste”, qui lui est gracieusement fourni par tant de fractions progressistes et gauchistes partageant les objectifs déstructurants et dissolvant du Système, – et le passage in extremis à l’emploi de cette dialectique Système-antiSystème étant dans notre chef extrêmement appuyée et intentionnelle.) »

... Notre exemple-type et institutionnalisé serait bien entendu Daniel Cohn-Bendit, autrefois plaisamment connu dans les salons et les antichambres des barricades sous le surnom de “Dany le Rouge”. Il fut si populaire qu’ils voulurent tous êtres des “juifs allemands” tandis que “Dany le Rouge” se tirait avec adresse et clandestinement de France au Luxembourg (le 28 mai 1968), couvert par l’actrice motorisée pour l’occasion (MG-B décapotable),  Marie-France Pisier qui croyait tourner un film de Godard.

(En fait, ce n’était pas du Godard : tous deux étant un peu lassés de la révolution, ils firent après leur escapade politique, « une escapade amoureuse » selon la délicieuse expression de la Bibliothèque Rose, de quelques semaines en Sardaigne.)

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Aujourd’hui, Cohn-Bendit s’affiche comme un soutien affirmé du néo-libéralisme et de tout ce qui l’accompagne, un parfait exemple d’intellectuel-activiste partisan du capitalisme. A-t-il trahi la “révolution” ? Il affiche également, par son comportement, son aplomb, ses poses, ses convictions sociétales évidemment radicales et son caractère joyeusement supranational, le même entrain libertaire qu’on voyait chez “Dany le Rouge”. Aucune contradiction entre ceci et cela, aucune dissimulation, aucun jeu de rôle. Il est le parfait représentant d’une “passion fusionnelle” entre capitalisme et gauchisme ; on parle du capitalisme postmoderne qui se pare volontiers de vertus progressistes qui sont devenues sa marque de fabrique, c’est-à-dire du gauchisme postmoderne dont le courant libertaire s’exprimant essentiellement du point de vue culturel et sociétal est la plus juste référence postmoderne. 

Le professeur de Liberal Arts à l’université de New York de 2008 à 2019  Michael Rectenwald, auteur de neuf livres dont le plus récent, Google Archipelago, montre sa connaissance des mécanismes de communication postmodernes, a entrepris d’expliquer dans un article pour RT.com pourquoi le Corporate Power est devenu, notamment aux États-Unis et particulièrement dans sa politique générale de communication qui fait aujourd’hui l’essentiel de la posture politique et des engagements qui vont avec, sociétal-progressiste, – ou dit plus justement “est devenu ‘woke’”, selon le mot qui désigne dans le langage sociétal-progressiste cette posture fondamentale. (Le titre de l’article de Rectenwald : « This is the BIG reason why corporate America has gone woke (plus 4 more) ».)

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En termes US, particulièrement à la mode, il s’agit de l’attitude “wokeness” qui, dans cette science dialectique de la postmodernité, a remplacé le terme “cool” et son dérivé “coolness”. D’une certaine façon et si l’on mesure son emprise qui inclut désormais la toute-puissance capitaliste (le Corporate Power), il s’agit de la référence absolue de la structuration de surpuissance du Système. Le Monde , qui n’en manque pas une à ce propos de la fascination qu’il éprouve pour le Système et sa représentation opérationnelle terrestre que sont la dialectique sociétale et le progressisme du système de l’américanisme, nous en a donné il y a un an une appréciation  qui fait frissonner de plaisir les conversations des salons, lors des dîners du “parti des salonards” :

« Woke est dérivé du verbe to woke, « se réveiller ». Être woke, c’est être conscient des injustices et du système d’oppression qui pèsent sur les minorités. Ce terme s’est d’abord répandu à la faveur du mouvement Black Lives Matter (apparu en 2013) contre les violences policières dont sont victimes les Noirs aux États-Unis, pour ensuite se populariser sur le Net. »

Notre auteur Michael Rectenwald expose (en sens inverse dans son article, du n°5 au n°1) les cinq arguments qui expliquent la raison de cette fusion du capitalisme et du gauchisme-sociétal. Les quatre premiers exposés (du n°5 au n°2) sont des arguments de circonstances, qui relèvent d’une politique délibérée :
• les dirigeants postmodernes du Corporate Power sont eux-mêmes “woke”, comme l’on dirait des “enfants de mai 68” ;
• la clientèle la plus intéressante, la plus riche, la plus branchée-consommatrice, est elle-même “woke” (les pseudo-élites des côtes Est et Ouest aux USA, qui composent par ailleurs la clientèle principale du parti démocrate) ; le reste, ce sont les “deplorables” comme les identifia Hillary Clinton, et « les déplorables ont moins d’argent de toutes les façons et ils peuvent aller se faire voir s’ils n’apprécient pas le wokeness du Corporate Power » ;
• « Être woke coûte moins cher que d’augmenter les salaires des employés» : on s’affirme woke, on agit woke, on s’applaudit woke, on fait de la pub woke et tout le système de la communication, la presseSystème, Hollywood applaudissent et travaillent à la promotion des produits ainsi vertueusement fabriqués ;
• l’attitude “wokeness” agit comme un formidable argument face aux élites politiques, aux pressions des gouvernements et à tous leurs relais, terrorisés par tout acte qui paraîtrait mettre en cause un producteur de cette attitude-PC (Politiquement Correcte). 

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Puis l’auteur arrive au cinquième argument, qui est en fait le premier dans l’ordre de l’importance, qui englobe tous les autres et tranche décisivement la question de cette apparemment étrange fusion entre capitalisme et gauchisme.  (« Ci-dessous, je passe en revue certaines des explications possibles du capitalisme modernisé avec la tendance gauchiste du ‘Corporate Power’, – les cinq dans l’ordre inversé, de 5 à 1, –  quatre étant diversement convaincantes, et une [la n°1] étant la plus décisivement convaincante. »)

Michael Rectenwald nous explique alors pourquoi et comment le “wokeness” est si parfaitement constitutif de cette alliance entre la très-grand capitalisme globalisé et le gauchisme postmodernisé. Cette attitude postmoderne et sans précédent pour qui a l’habitude des classifications politiques classiques, représente en fait une synthèse (postmoderne, cela va de soi) de courants bien connus de cette attitude politique classique tout au long du XXème siècle. Il s’agit d’un recyclage massif de tout ce qui a échoué au XXème siècle, pris sous une autre forme, et donnant au capitalisme globalisé la clef d’accès à son rêve globaliste : c’est la victoire du marxisme (ou “marxisme culturel”) sur le capitalisme et la victoire du capitalisme sur le marxisme (ou “marxisme culturel”), – parce que, finalement, l’un est dans l’autre et inversement, puisqu’il s’agit finalement de la même chose, de la même nature, de la même ontologie-Système, puisqu’il s’agit enfin du Système lui-même...

« L’attitude dite-“wokeness” fait elle-même partie du capitalisme globaliste. La politique de gauche est parfaitement compatible avec les agendas des géants mondiaux de l'entreprise et les soutient. Les multinationales et les militants de gauche veulent les mêmes choses :
» • Le globalisme, – ou, en termes marxistes, l’“internationalisme”, – a toujours été un but de la gauche et il est devenu un but des entreprises multinationales. Les seconds élargissent leurs marchés et les premiers pensent qu'ils font avancer l'objectif marxiste du “Travailleurs du monde entier, unissez-vous !”.
» • Immigration sans restriction : Fournit une main-d'œuvre bon marché aux entreprises et donne aux gauchistes le sentiment d'être politiquement branchés et moralement supérieurs pour être des antiracistes qui accueillent tout le monde, –- quelle que soit leur race, leur religion, leur sexe ou leur orientation sexuelle, – y compris les membres de gangs mexicains qui vendent de la drogue et des enfants , – tout cela à la campagne, mais pas vraiment pour camper dans leur salon.
» • Le transgendrisme ou le polygendrisme, la pointe de la politique identitaire de gauche, est également bonne pour les affaires. Elle crée de nouveaux créneaux pour les produits d'entreprise, divise la main-d'œuvre et distrait les gauchistes par des arcanes et des absurdités quotidiennes.
» • Se débarrasser des nations, du genre stable, de la famille, de la culture occidentale et (pourquoi pas ?) du christianisme, –  la marque du “progrès” gauchiste et de la politique d'avant-garde, – favorise également les objectifs corporatistes mondiaux, éliminant tout obstacle à la domination mondiale des entreprises. »

Mais il y a un paradoxe à cette évolution assez rapide et qui s’est imposée avec une puissance inimaginable, de l’alliance entre le gauchisme (gauchisme-sociétal, pour parer cette mouvance des colifichets bling-bling des singularités humaines à caractère sexuel-absolument-libéré) et l’hypercapitalisme néo-libéraliste. Il s’agit de la position de forces marxistes de vieille souche, c’est-à-dire ces vieilles souches soi-disant inspiratrices de nos néo-révolutionnaires alliés au capital, qui restent redevables, à plus ou moins bon escient, et parfois même ridiculement mais qu’importe car seul nous importe le paradoxe, à cette fameuse doctrine. Ces vieilles forces marxistes qui ont gardé du marxisme ce qui leur importait, n’entendent pas une seconde y renoncer, et elles se font implicitement les plus virulents critiques de ces nouvelles forces gauchistes-sociétales, ou “marxistes-cultuelles”. Petite revue non limitative...

• La plus “pure et dure” de ces forces, parmi nos connaissances et nos fréquentations, est le siteWSWS.org de la IVème Internationale trotskiste, extrêmement bien documenté et très largement suivi et influent. Les trotskistes de WSWS.orgn’aiment pas qu’on leur rappelle que les neocons viennent du trotskisme, et de toutes les façons ils les considèrent comme des déviants pathologiques, des traîtres absolus servant d’avant-garde de l’impérialiste capitaliste et américaniste ; ils considèrent de toutes les façons qu’ils ont trahi le trotskisme. La fureur sinon la haine qu’ils entretiennent à l’encontre du gauchisme-sociétal, palpable dans la façon qu’ils dénoncent le mccarthysme des divers mouvements sociétaux type #MeToo et autres sphères de dénonciation du même type, est incommensurable. La défense furieuse qu’ils assurent du cas Julian Assange, victime expiatoire du Système et du gauchisme-sociétal et artisan d’un antiSystème héroïque, est caractéristique de cette position opposée complètement au néo-“marxisme culturel” complice de l’impérialisme.

 • Il y a l’exemple du communisme chinois, qui reste politiquement intraitable à la tête polkitique de cette puissance. Même si la référence marxiste est chez lui purement ornementale, son développement effréné du capitalisme ne nous paraît nullement aller dans le sens du Système, et même au contraire, jusqu’à laisser se développer une finalité qui fait de cette puissance un adversaire potentiel à mort du capitalisme dans sa composante gauchiste-libérale. En Chine, la dimension sociétale caractérisant le gauchisme du Bloc-BAO est traitée par le mépris le plus complet. Nous laissons de côté toutes les tares de l’hypercapitalisme qu’on retrouve chez les Chinois (corruption, immenses fortunes des oligarques) parce que c’est l’inévitable conséquence du Système imposant à tous ses tares, parce qu’enfin il nous paraît probable que cette dimension ne parviendra pas à subvertir la direction communiste, à moins d’un effondrement qui se placerait nécessairement dans le cadre d’un phénomène global et catastrophique d’effondrement emportant tous les rangements actuels pour nous amener devant des perspectives inconnues balayant toutes les analyses et tous les constats présents. 

• Le PC russe est un autre exemple de l’évolution d’un mouvement hérité du marxisme soviétique et qui s’est transformé en une force farouchement nationaliste et souverainiste.

dcb5liGV.jpg... Cette revue de détail nécessairement partielle et non limitative ne signifie en aucune façon qu’il existe, ou que va se créer un front vraiment “marxiste” contre le gauchisme-sociétal qu’on a tendance à assimiler au “marxisme culturel” pour le marier encore plus aisément à l’hypercapitalisme. (Leur “marxisme culturel” est un “marxisme de spectacle”, comme il y a la “société de spectacle” de Debord.) Seule importe cette position d'opposition très diverse à la passion fusionnelle capitalisme-gauchisme-sociétal, comme un socle continuel de critique, de mise en évidence et de dénonciation du simulacre capitalisme-gauchisme-sociétal.

Cela veut dire que l’alliance fusionnelle entre les gauchistes-sociétaux, ou “progressistes-sociétaux”, et l’hypercapitalisme/néolibéralisme est totalement, absolument faussaire par rapport à ses prétentions in fine doctrinales, et qu’elle draine tout ce qu’il y a de pire dans la production du XXème siècle parmi les forces qui ont survécu aux terribles soubresauts de ce siècle. Elle est totalement dépendante du Système, à la fois, enfant et idiote utile du Système, et elle connaîtra nécessairement son sort.  Elle est totalement de son temps catastrophique, et comme lui rangement pseudo-politique, faussaire et catastrophique, qui passera à la guillotine de la métahistoire.


- Source : dedefensa

mercredi, 20 novembre 2019

La démondialisation, l'irruption du politique et l'ère des ruptures

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La démondialisation, l'irruption du politique et l'ère des ruptures

Peuple, société et Etat en Europe

par Irnerio SEMINATORE
Ex: http://www.ieri.be

La démondialisation. Concept économique ou concept politique?

Face aux grands retournements du monde et aux évidences les plus affirmées, il est toujours utile de se poser des questions de fond. Dans le cas de la démondialisation, comme source et effet de répercussions innombrables, faut il la tenir pour un concept économique, ainsi qu'il il semblerait à une première lecture du phénomène ou bien comme un concept politique? Plus loin, ne s'agit il pas d'un nouveau paradigme, désignant un retour des vieux cycles historiques et donc d'une fausse découverte? Au premier abord la démondialisation est présentée comme un modèle alternatif à l'économie néolibérale, fondée sur l'interdépendance des sociétés et donc sur une critique du libre-échange, née d'un courant de pensée hostile au libéralisme et à ses corollaires. Il serait question, par ce terme d'une nouvelle organisation de la société planétaire, soustraite à l'emprise de la finance et caractérisée par un repli autarcique, articulant le cadre local et la dimension internationale. Ses partisans préconisent, au travers de son adoption, une reterritorialisation du développement, plus équitable et plus écologique, privilégiant le marché intérieur au marché mondial, sous le primat d'un protectionnisme national et européen (J.Sapir). L'instauration d'une régulation de la finance mondiale, dans le but d'un développement euro-centré et sur des régions à base civilisationnelles communes, aurait une portée réformatrice incontestable, selon ce point de vue. Or, il n' en est pas ainsi dans une lecture de la démondialisation comme concept politique. Dans ce cadre, la séparation classique entre l’État et la société reprend son importance comme ligne de régulation des inégalités nouvelles et comme remise en cause des interdépendances asymétriques.

Les menaces et la diplomatie globale

La diplomatie globale, pratiquée par Kissinger pour négocier les accords SALT 1 et SALT 2, en fut une application remarquée, puisqu’elle associa les aspects économiques aux aspects stratégiques, en vue de la stabilité à atteindre, en matière nucléaire, entre les Étas-Unis et la Fédération de Russie. De même et de nos jours, la différente régulation des échanges en termes de barrières tarifaires et de prélèvements fiscaux par l'Administration Trump, s'est faite sentir par la prise de conscience de la dangerosité, structurelle et sociale, de la désindustrialisation. Dès lors, a commencé une surenchère de menaces de la part des États-Unis, sans distinction de pays ou d'aires économiques, au nom de l'instinct protecteur du peuple américain. Or la mondialisation, qui avait fait disparaître les oppositions et les séparations traditionnelles entre l’État et la société et avait mis en exergue la contradiction entre la démocratie et l'Etat impérial, a rabaissée le rôle politique de l’État à une fonction technique, de gestionnaire du développement capitaliste. Cette même mondialisation, dont l' apogée date de la première décennie du XXIème siècle, s'inverse progressivement en son contraire, la démondialisation et la réémergence du politique. C'est le moment culminant du monde unipolaire.

La démondialisation, l'irruption du politique et l'ère des ruptures

La démondialisation est l'irruption de la politique dans un monde dépolitisé, l'éveil des oppositions anti-système au cœur de cadres politiques exsangues, neutralisées par la bifurcation d'économie et d'éthique, sous laquelle se cache toujours une pluralité de projets de domination, d'exclusion et de puissance .

En effet, si la mondialisation fut, à l'Est, la conséquence libératrice de la fin du monde bipolaire et des régimes totalitaires (chute du mur de Berlin et fin de la division de l'Europe), elle fut aussi la mère anesthésiante, à l'Ouest, d'une grande illusion, celle d'un monde post-historique, post-national et post-identitaire, un monde dépossédé des passions humaines, culturellement aliéné et embrigadé par l'Amérique.

Ainsi, la démondialisation apparaît aujourd'hui, au plan de la connaissance, comme un retour de l'histoire, de l'existence tragique du monde, de la "jealous emulation", de l’État national et de la souveraineté décisionnelle. Elle est aussi le retour, en Europe, de la différenciation, civilisationnelle et raciale, par opposition à un univers indifférencié, homogène, d'apparence universelle et dissimulateur des ennemis, déclarés et visibles.

La mondialisation a désarmé les nations européennes par son utopie de reconstruction du monde sans effusion de sang et par la négation du sens de la violence armée et des conflits militaires; négation irénique, portée par les fils des fleurs dans la célébration mythique de la culture hippie de Woodstock à la fin de la guerre du Vietnam, par les sitt-in des campus américains et par la vocation déstructurante de Mai 68.

Et enfin la mondialisation a étreint l'Europe, spirituellement amorphe, entre l'Amérique impériale et l'immense Eurasie des tsars, de l'Empire du milieu et du Soleil Levant.

Peuple, populisme et nouveau "compromis historique"

Au sein des vieux cadres institutionnels, l'irruption du politique a sonné, en Europe, l'éveil des peuples, sous la bannière inattendue du populisme, suggérant l'exigence d'un nouveau compromis historique entre le demos et les élites.

C'est au plan spirituel et historique que la démondialisation représente au fond l'achèvement de l'ère des neutralisations et des dépolitisations, débutée il y a deux siècles et le retour aux antithèses de la démocratie et de l’État constitutionnel libéral, faisant de l'évolution de la forme d’État, un piler de référence et de protection, qui, parti de l’État absolu du XVIIIème, a abouti d'abord à l’État neutre ou non interventionniste du XIXème, puis à l’État total du XXème et enfin à l’État gestionnaire d'aujourd'hui.

Ce type d’État a égaré sa raison d'être profonde, la sécurité des citoyens et l'identification de l'ennemi et recouvre désormais la représentation d'un demos hostile et islamisé, conjuguant,en sa forme fusionnelle, l'irrationalisme éthique des religions et le fanatisme fondamentaliste des idéologies.

Par ailleurs, la société civile est devenue la proie de cet ennemi intérieur, un conglomérat étranger, invasif, déraciné et violent, politiquement enhardi contre les intérêts et les besoins, mais aussi les convictions, les valeurs et les formes culturelles de vie, appartenant aux traditions européennes, détournées de la civilisation occidentale.

Le peuple, menacé de désagrégation par une immigration massive, a-t-il voté pour sa mise à mort démographique?

De figure secondaire et apparemment inessentielle à la mondialisation, l’État souverain est devenu à nouveau incontournable et le "peuple" resurgit contre la démocratie, convertie en utopie diversitaire et en régime mis sous tutelle par les juges et par leurs sanctions liberticides.

Le "peuple", cette figure exaltée et honnie de l'histoire, fera-t-il table rase de la "révolution" multiculturelle, en sujet vengeur de son aliénation forcée et en réaction à sa mise à mort identitaire ? Une mort qui commence par la dissolution de son histoire et de son passé, promue par le gauchisme intellectuel et par le recours à une "histoire métissée" (P. Boucheron).

Sera-t-il cagoulé et corseté, dans la chemisole de force d'une souveraineté des élites, affranchie de tout contrôle référendaire et échappant à la colère du "souverainisme" populaire?

Une insurrection d'ampleur mondiale (Ivan.Krastev) apparaît de moins en moins comme une hallucination intellectuelle, car la réponse à l'irruption du politique à l'âge de la démondialisation se résume à la question : "l'Ouest doit-il adopter ou refuser  la démocratie illibérale théorisée à l'Est?"

La démocratie illibérale et l’État souverain, entre compétition économique et compétition politique

Or, si la fonction du politique se transforme dans les démocraties avancées, la démondialisation fait du peuple un acteur incontournable des contre-pouvoirs, un sujet de changement qui arrive au pouvoir, pour restaurer la démocratie trahie par les élites cosmopolites.

En termes politiques, la mondialisation a représenté la dissolution et le déclin de l’État classique européen, celui du "Jus publicum Europaeum", comme cadre des relations inter-étatiques, qui s'est fragmenté et polarisé depuis. Ce cadre, dominé par les appétits de puissance, demeure celui de toujours, le champ d'une compétition belliqueuse, où l'état d'hostilité et de guerre peut reprendre à tout instant, puisque, dans le monde des Léviathans, "Pugna cessat, bellum manet" (le combat cesse, mais la guerre demeure).

Ainsi, en guise de synthèse, si la mondialisation a été emblématisée par la chute de la bipolarité et la financiarisation de l'économie mondiale, russe et chinoise, la démondialisation représente la crise politique et morale de ce système et ouvre sur  une série de conflits qui se succèdent et s'installent dans la durée, de nature ethnique, sociale et  géopolitique: en Europe, le Brexit, l’Ukraine, l'invasion migratoire et, à proximité immédiate, la Syrie, l'Irak, l"État Islamique, la Turquie, reconfigurant les alliances et secouant leurs fondements et leurs principes (l'Otan en état de mort cérébrale - E.Macron).

Dans le système international, le déplacement du centre de gravité du monde de l'Ouest vers l'Est et, en ce qui concerne l'Occident, la rupture de légitimité entre les peuples et leurs élites et la crise de l’État démocratique, ajoute à ces critères, un épuisement des formes dominantes de pensée, qui quittent le terrain de la morale humanitaire et des droits de l'homme, pour s'orienter, dans les relations inter-étatiques, vers le réalisme et, dans les relations internes, vers le conservatorisme et le populisme.

A ce sujet,une nouvelle séparation prend forme en Europe entre les États libéral-démocratiques de l'Ouest et les États illibéraux de l'Est.

La fin du "statu quo " et la critique de la modernité

En effet, la crise du mondialisme et l'inversion de son son procès, la démondialisation, marquent la fin de la légitimité du "statu quo" et celle de l'institution qui l'emblématise, l'Union Européenne, puissance antithétique aux mouvements de l'histoire.

Or, dans l'impossibilité de faire revivre le passé, se pose l'éternelle question de toute impuissance politique: "Que faire face à l'avenir?"

La restauration du passé est donc une restauration du mouvement de l'histoire , le refus du primat de la société civile sur l’État et le retour des passions politiques, populaires et nationales. C'est aussi le retour du religieux qui structure le rapport au monde du sujet collectif et qui appelle à la critique de la modernité radicale et à l'esprit de déconstruction qui l'accompagne

Comme inversion du pouvoir globalisé, la démondialisation met en crise les tyrannies modernes, déconnectées du réel, dispersées en oligarchies solidaires et dressées contre les intérêts des "peuples".

La "gnosis globalisante", la vengeance de l'histoire et le temps des orages

Aux grandes portes de l'avenir, l'optimisme le plus débridé s'attend à un nouveau krash mondial, signalé par la névrose d' un ralentissement économique synchronisé et par une démondialisation étendue.

Celle-ci comporte l'enchaînement disruptif de trois arcs de crise, du Sud-Est asiatique, du Proche et Moyen Orient et de l'Europe de l'Est, secoués par une confrontation des modèles économiques, sociétaux et culturels, que le choc de civilisations, opposant Orient, Occident et Islam, aggravera avec force incendiaire.

Ainsi le siècle que nous vivons verra la coexistence d'une nouvelle guerre froide, d'une confrontation globale permanente et d'une lutte de classe des peuples et des nations, à l'échelle continentale.

L'âge des révolutions et des guerres civiles n'est pas terminée, car une immigration massive et incontrôlée fera de la démographie, de la religion et de la culture le terrain privilégié d'un affrontement, armé et violent, où se décidera du sort de l'Occident.

Portant atteinte à l'être des nations, la "gnosis globalisante", ouvrira un horizon de vide intellectuel sur la fin d'un monde, travaillé confusément par la déconstruction du passé et par la recherche d'une espérance, qui était assurée autrefois par les grandes métaphysiques et promise, puis trahie, par les trois concepts-clé de la modernité et de la révolution des Lumières, "liberté, égalité, fraternité".

Pendant ce temps, à l'âme corrompue et malade, le monde européen, abandonné par sa civilisation, connaîtra la déshérence existentielle, avant le moment des orages et la vengeance de l'histoire.

 

Bruxelles, le 9 novembre 2019

lundi, 18 novembre 2019

Tarte à la crème et superstition : « l’Etat de droit »

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Tarte à la crème et superstition: «l’Etat de droit»

par Antonin Campana

Ex: http://www.autochtonisme.com

 

Sur les plateaux de télévision, journalistes de cour et politiciens, nous resservent, jusqu’à la nausée, l’expression « Etat de droit ». Il s’agit d’un concept frauduleux qui ne veut rien dire et dont ils seraient bien en peine de nous donner même l’orthographe.

Faut-il écrire en effet « Etat de droit », avec une majuscule, ou « état de droit », sans majuscule ? La question est bonne car si l’on parle « état de droit », on parle d’une situation comme dans « état d’urgence » ou « état de siège ». Mais si l’on parle « Etat de droit », on parle d’un « corps politique » comme dans « Etat souverain » ou « Etat démocratique ». C’est tout au-moins la définition de l’Académie française qui précise : « Ainsi écrit-on : Rousseau imagine le passage de l’état de nature à l’état de droit mais La République française est un État de droit ».

N’allons pas si vite !

Si l’on parle « état de droit », on parle donc d’une situation dans laquelle les individus sont en état de disposer de « droits », ou de faire valoir un droit. De ce point de vue, l’ancien régime organise un « état de droit » tout comme d’ailleurs l’Etat soviétique, ou même n’importe quel autre Etat, puisque tous accordent des droits à leurs ressortissants !  Il y a un droit d’ancien régime, un droit soviétique, un droit Khmer rouge ou un droit musulman, comme il y a un droit républicain. Les individus, quels que soient l’époque et le lieu, sauf s’ils sont esclaves (et encore !), évoluent le plus souvent dans un « état de droit ». Mais, bien sûr, sous peine de s’interdire de sublimer l’Etat républicain, ce n’est jamais avec une minuscule que journalistes de cour et politiciens appréhendent « l’Etat de droit ».

Il faut remonter à Rousseau pour comprendre comment le concept s’est progressivement doté d’une majuscule. Le philosophe décrit le passage de « l’état de nature » à « l’état civil ». Or, « l’état civil » dont il est question ici, l’Académie française le souligne, correspond effectivement à « l’état de droit ». L’état de nature correspond à une époque où les hommes, vivant isolés les uns des autres, disposaient de droits issus de leur nature (sic !). Ce sont les « droits naturels » : la liberté, le droit de posséder des biens, la sûreté, la résistance à l’oppression. L’état de droit correspond quant à lui au moment où les hommes isolés établissent un « Contrat » par lequel ils font société, en échange de quoi la société ainsi créée s’engage à protéger leurs anciens droits naturels. Cette « agrégation » (Rousseau) humaine forme ainsi une « république » centrée autour des droits naturels de l’Homme. La liberté naturelle, écrit Rousseau devient la liberté civile. Les possessions deviennent des propriétés. Bref, la vie des individus autrefois régit par leur nature (« état de nature ») est désormais régi par le droit (« état de droit »).

On sait que la République « française » se veut agrégation d’individus selon les termes d’un contrat social, ou pacte républicain. Or le contrat en question est constitutionnellement fondé sur les droits naturels de l’Homme, droits qu’énonce la Déclaration des droits de l’homme, Déclaration qui forme le préambule de la Constitution du régime et que les républicains ont judicieusement placé au sommet de la hiérarchie des normes. L’Etat républicain étant soumis à un droit supérieur à lui-même, qu’il ne peut violer (les droits naturels de l’Homme), on considère qu’il est une simple « personne morale » soumise au droit comme le sont les individus. Tour de passe-passe idéologique : il devient alors un « Etat de droit » !

Ainsi, de l’état de nature, on est passé  à l’état de droit (avec une minuscule). Puis de l’état de droit (avec une minuscule) on est passé à L’Etat de droit (avec une majuscule) ! Il s’agit d’une véritable escroquerie intellectuelle :

  • Les droits naturels n’existent pas. C’est une fable pour enfants. La nature ne concède pas plus de droits à l’homme qu’à la mouche ou au ver de terre. D’éternité, le seul droit naturel qui existe est le droit du plus fort. C’est triste, mais c’est ainsi.
  • L’état de nature n’existe pas davantage : les hommes ont toujours vécu en société, même aux temps simiesques ! Et comme toute société, même simiesque, concède des droits (et des devoirs) à ses membres, nous pouvons dire que les hommes ont toujours vécu dans un état de droit.
  • L’état de droit n’est donc pas plus lié au droit naturel qu’au Contrat social. C’est la situation des hommes qui vivent en société.
  • La prétendue soumission du régime aux lois d’une Transcendance absolue, qu’il a lui-même imaginé pour le servir et assurer sa pérennité, nonobstant l’hypocrisie de la construction, fait de ce régime un régime théocratique. C’est en effet la marque de tous les régimes théocratiques que de se soumettre à un droit supérieur à eux-mêmes. Sont-ils des Etats de droit d’un point de vue républicain ? L’Etat islamique (Daesch) se soumet à la Charia. Est-ce un Etat de droit ?    

Revenons sur ce dernier point car il exprime toute la duplicité du régime. Imaginez un régime qui refuse qu’on le remette en cause (Constitution, code pénal…) ; imaginez un régime qui fabriquerait une Transcendance (les droits naturels de l’Homme) qui le justifierait de ses lois ; imaginez un régime qui nommerait des prêtres (les juges) pour interpréter les lois des hommes selon leur conformité aux lois de la Transcendance ; imaginez que l’interprétation de ces haruspices conforte toujours la république universelle au détriment de la nation… et vous aurez une idée très claire de ce qu’est la république « française ».

L’idée que la république est un Etat de droit en raison de sa soumission à des règles révélées, relève d’une foi corrompue et d’une croyance délirante. La République n’est pas un Etat de droit. C’est un Etat morphothéocratique, qui ne se distingue en rien des Etats théocratiques que nous connaissons, si ce n’est qu’il a lui-même inventé un dieu sur mesure, pour servir ses intérêts sociopolitiques et réaliser une universalité fantasmée depuis 1789.

La République n’est pas un Etat de droit : c’est un droit d’Etat. Un droit d’Etat totalitaire qui produit un état de droit dans lequel seuls les individus abstraits sont reconnus, un droit d’Etat qui dissout les peuples et qui engendre des agrégats artificiels. 

Nous avons parlé des haruspices. Dans l’antiquité, ils ouvraient les entrailles des animaux pour connaître la volonté divine. Aujourd’hui, ce sont des Juges qui ouvrent les Tables de la Loi naturelle pour dire les volontés de la Transcendance. La comparaison s’arrête là, car même si les haruspices étaient consultés à Rome, ils n’avaient aucun pouvoir. Nos haruspices modernes, juges du Conseil d’Etat, membres du Conseil constitutionnel, magistrats… sont les gardiens républicains du dogme révélé et leurs sentences sont exécutoires. Pour le plus grand bien de la République, qui s’affranchit ainsi du peuple : voici venu le temps du « gouvernement des juges » !

Il ne faut donc pas se laisser enfermer dans la mythologie de l’Etat de droit. Accepter cette idée, c’est accepter la fable des « droits naturels », c’est accepter l’idée que ces « droits naturels » révélés et déifiés constituent une transcendance dont la République serait l’Eglise et les juges des prêtres. C’est surtout oublier que la République est pour notre peuple une tyrannie qui s’est imposée et perpétuée avec une violence inouïe et un droit aussi arbitraire que populicide.

Face à la superstition républicaine des droits naturels et aux croyances irrationnelles en l’Etat de droit, il nous faut donc affirmer que ce sont les peuples qui sont au sommet de la hiérarchie des normes, et non la religion des droits de l’Homme ! Autrement dit, si l’obscurantisme idolâtre la superstition bricolée, l’autochtonisme doit évoluer dans la lumière des peuples enracinés.

Antonin Campana

dimanche, 17 novembre 2019

Alexander Markovics: La place de l’Europe dans un monde multipolaire – éléments d’une pensée populiste révolutionnaire

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Alexander Markovics:

La place de l’Europe dans un monde multipolaire – éléments d’une pensée populiste révolutionnaire

Ex: https://katehon.com

Le monde multipolaire naissant est une révolution géopolitique. Elle marque non seulement un changement de paradigme par rapport au court moment unipolaire établi par les États-Unis après 1991, mais aussi la fin de l’hégémonie occidentale. Le processus de multipolarité en cours est en faveur des différentes civilisations et contre le projet libéral de mondialisation. Alors que la mondialisation tente d’unifier le monde sous un seul système politique, une seule idéologie et une seule civilisation, la multipolarité proclame la diversité des différents systèmes politiques, des différentes idéologies et des différentes civilisations.

La multipolarité et le moment populiste

La question se pose donc :« Quelle est la place de l’Europe dans ce monde multipolaire ? » La position actuelle de l’Europe est dans l’orbite des États-Unis. Après 70 ans d’atlantisme, l’Europe semble incapable d’exprimer ses propres intérêts géopolitiques. Mais comme Hölderlin l’a dit : « Là où croît le péril, croît aussi ce qui sauve. » Le moment populiste a donné naissance à des mouvements comme les Gilets jaunes et les partis de toute l’Europe qui déclarent la guerre aux élites libérales. Mais même les mouvements et partis populistes manquent d’une stratégie conséquente contre le mondialisme et le libéralisme. Les attaques des mondialistes sont dirigées contre le cœur de la civilisation européenne. Le christianisme et ses églises sont profanés, les peuples se dissolvent dans les « eaux glacées du calcul égoïste » (dixit Karl Marx), la famille est défiée en tant qu’elle serait un instrument d’oppression, la différence des sexes est attaquée pour représenter le patriarcat dans l’idéologie dominante du genre, pendant que le transhumanisme veut même abolir l’humain pour libérer l’individu. Pour résumer le péril actuel : le libéralisme attaque sur plusieurs fronts. Or, les populistes ne décident de se battre que sur quelques-uns d’entre eux, surtout parce qu’ils ne comprennent pas l’importance de ces batailles. Jusqu’à présent, ils ne remettent en question que certains aspects de l’hégémonie libérale et n’ont pas une vue d’ensemble de la situation. Ils appellent à la fin des migrations massives, mais ne remettent pas en cause l’OTAN qui détruit la patrie des peuples du monde entier. Ils restent silencieux sur le problème du capitalisme qui détruit leur propre culture et leur religion chrétienne, tout en criant « N’islamise pas notre américanisation ! »

Les deux pères fondateurs de la pensée populiste révolutionnaire: Gramsci et Schmitt

Tous ces aspects de la guerre intellectuelle qui sévit actuellement en Occident nous montrent le gravite apocalyptique du moment historique que nous vivons. Il est donc plus important que jamais de prendre les armes et de choisir un camp. Dans le cas de l’Europe, nous pouvons choisir entre les élites actuelles et leur fin de l’Histoire, ou la cause des peuples et la continuation de l’Histoire. Ce qui fait actuellement défaut aux populistes de toute l’Europe, c’est une théorie révolutionnaire. Mais où peuvent-ils la trouver? Il faut d’abord regarder dans l’entre-deux-guerres où l’on retrouve l’intellectuel communiste Antonio Gramsci et le conservateur révolutionnaire allemand Carl Schmitt. Dans la pensée de Gramsci, nous pouvons examiner sa théorie de l’hégémonie afin de mieux comprendre comment fonctionne le régime libéral actuel. Si nous adaptons correctement les idées d’Antonio Gramsci, nous nous rendons compte que nous retrouvons l’idéologie libérale non seulement dans des phénomènes comme les migrations massives et la détérioration de la sécurité intérieure ou de l’économie capitaliste, mais aussi dans l’unipolarité géopolitique et surtout dans le domaine culturel. Par conséquent, une résistance contre l’hégémonie libérale sur l’Europe reste futile, si elle n’est dirigée que contre un aspect de celle-ci. Si le populisme ne vise qu’un ou deux aspects de l’hégémonie, il reste un exemple de plus de « modernisation défensive » et échouera à long terme, comme l’a déclaré la philosophe politique Chantal Mouffe. L’émergence du populisme signifie que le politique est revenu en Europe et que nous, Européens, pouvons choisir entre différents projets hégémoniques. Le libéralisme n’est qu’une possibilité. Un populisme révolutionnaire orienté autour des principes de la Quatrième Théorie Politique en est une autre. Telles sont les conditions intellectuelles préalables à une Europe souveraine dans un monde multipolaire.

Le pouvoir tellurique, Katehon Europa et l’État-nation

Dans le domaine de la géopolitique, les populistes doivent redécouvrir l’opposition de Carl Schmitt entre terre et mer. Schmitt met en évidence le lien entre la puissance maritime et les idées progressistes, et d’autre part le lien entre la puissance terrestre et le conservatisme. Comme Alain de Benoist l’a encore formulé en se référant à Zygmunt Baumann, la puissance de la mer essaie de tout transformer en état liquide, donc elle « liquéfie » le capital et les migrants pour les laisser circuler comme la mer.Pour résister à la mondialisation, l’Europe a besoin de devenir un « Katehon Europa », sur le modèle du concept inventé par Carl Schmitt de grand espace européen uni, afin qu’il puisse se dresser contre l’Antichrist. À bien des égards, cela signifie que l’Europe doit revenir à ses racines géopolitiques. Tout d’abord, elle doit reconnaître que l’État-nation, en tant qu’enfant de la modernité, a) n’est plus en mesure d’assurer sa sovereniteet b) n’est pas un protecteur du peuple, mais un agent des intérêts bourgeois.

Le sujet de la pensée populiste: le peuple

Le développement d’une pensée populiste révolutionnaire nécessite de mettre l’accent sur le sujet du peuple. Contrairement à la nation, le peuple n’est pas une communauté artificielle, mais un organisme historique. Il ne s’agit pas d’individus isolés, mais de personnes qui trouvent leur place au sein de la communauté. Alors que les nations ne connaissent qu’une humanité politiquement accentuée au-dessus d’elles et trouvent leur conclusion logique dans l’état actuel du monde, les différents peuples sont des pensées de Dieu comme le conclut Herder. Au-dessus des peuples, nous ne trouvons que les civilisations, composées de différents peuples partageant la même religion, la même histoire et le même espace commun. Chaque peuple isolé est condamné à être liquidé par l’Occident, mais unis comme une civilisation, ils peuvent contrer la tempête.

La multipolarité et le Heartland distribué

Il est donc impératif qu’une civilisation européenne unie forme un empire commun au sens traditionaliste afin de garantir la paix au niveau national et de défendre sa souveraineté face à l’assaut mondialiste. De plus, la montée des civilisations russo-eurasienne, chinoise et iranienne-chiite a prouvé ce qu’Alexandre Douguine appelle le Heartlanddistribué. Il n’y a pas qu’un seul Heartlandcomme l’envisage Halford Mackinder, mais plusieurs. En tant qu’Européens, nous en avons un, l’un d’entre eux, notre Heartlandspécifique de l’Europe. Cela signifie que nous devons abandonner le « fardeau de l’homme blanc », le messianisme libéral des droits de l’homme, la (post-) modernité, le progrès et les Lumières. Nous devons nous confronter à la xénophobie. Ce n’est que lorsque nous aurons abdiqué notre arrogance et nos superstitions que nous pourrons prendre place parmi les civilisations égales et revenir à notre héritage chrétien traditionnel. Si les populistes européens tirent les fruits de ces leçons, en laissant de côté les différences entre la gauche et la droite et en formulant un programme révolutionnaire dirigé contre la mondialisation et le libéralisme dans toutes ses dimensions, ils peuvent gagner. La multipolarité dans sa dimension intellectuelle et géopolitique est la clé pour rendre à l’Europe son destin. Mais comme dans toute lutte de libération, les Européens eux-mêmes doivent faire le premier pas pour sortir de l’hégémonie occidentale.

La fin du césarisme: réflexion et autocritique comme clés de la multipolarité européenne

Une théorie révolutionnaire doit permettre non seulement aux populistes de toute l’Europe de faire la différence entre ami, ennemi et ennemi principal, mais aussi de créer une stratégie pour libérer l’Europe du libéralisme. Une théorie sophistiquée permet également l’autocritique et met fin au césarisme insouciant au sein des mouvements et partis populistes. Des exemples tragiques de gouvernements populistes qui échouent à cause du césarisme comme en Italie et en Autriche appartiendraient au passé.

Multipolarité: les civilisations unies contre le mondialisme

Comme on peut le voir, la multipolarité offre de grandes chances de lutter contre les forces de la mondialisation pour mettre fin à leur avancée. Nous en avons été témoins sur le champ de bataille syrien, où la Russie et l’Iran ont empêché la chute du Président Bachar al-Assad et la montée de l’État islamique. Au Venezuela, la Russie et la Chine ont réussi à aider le Président Maduro à résister à la déstabilisation et au changement de régime orchestré par les États-Unis. Si nous considérons ce potentiel d’un front anti-impérialiste composé de différentes civilisations unies contre la mondialisation, il serait logique que l’Europe s’y joigne aussi à long terme. Il est donc impératif pour l’Europe de laisser l’Occident derrière elle et de former son propre pôle dans l’ordre mondial multipolaire à venir.

Source : Fluxing 

vendredi, 15 novembre 2019

Démocratie illibérale ou démocratie libérale?...

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Démocratie illibérale ou démocratie libérale?...
 
par Hervé Juvin
Ex: http://metapoinfos.hautetfort.com

Nous reproduisons ci-dessous un point de vue d'Hervé Juvin, cueilli sur son site personnel et consacré au libéralisme comme ferment de dissolution de la démocratie. Économiste de formation, vice-président de Géopragma et député européen, Hervé Juvin est notamment l'auteur de deux essais essentiels, Le renversement du monde (Gallimard, 2010) et La grande séparation - Pour une écologie des civilisations (Gallimard, 2013). Candidat aux élections européennes sur la liste du Rassemblement national, il a publié récemment un manifeste intitulé France, le moment politique (Rocher, 2018).

Démocratie illibérale ou démocratie libérale ?

Publiée à l’initiative de l’ONG « Open society », une récente étude conduite dans six pays de l’Est européen traduit une défiance croissante envers la démocratie, accusée de ne pas tenir ses promesses. L’étude fait écho aux déplorations rituelles entendues au Parlement européen au sujet des menaces sur la démocratie que feraient naître les populismes, les nationalismes et les régimes autoritaires. Sont visés les habituels suspects : la Hongrie, la Pologne et autres démocraties désignées comme « illibérales » par leurs accusateurs.

La démocratie libérale en « Occident »

La démocratie se porte mal, chacun le constate. Mais tous oublient de définir leur sujet ; qu’est-ce que la démocratie ?

L’histoire de longue période répond, c’est l’autonomie des peuples. Leur capacité à décider eux-mêmes de leurs lois, de leurs mœurs, des conditions d’accès à leur territoire, de qui les dirige. Et c’est la conquête des Lumières et de la liberté politique, contre l’hétéronomie qui fait tomber la loi d’en haut, du Roi, de Dieu ou du Coran.

Si démocratie signifie autonomie du peuple et respect de la volonté populaire, c’est sûr, la démocratie se porte mal. Des exemples ?

Aux États-Unis, la CIA prétend défendre la démocratie contre un Président élu. Dans un entretien surréaliste, Paul Brennan et l’ancien directeur de la CIA affirment leur légitimité à défendre les États-Unis contre le Président Trump. Chacun sait la part que FBI et CIA, devenus États dans l’État, jouent dans la succession de complots visant à destituer le Président élu. Au nom d’une légitimité procédant d’un autre ordre que celui de l’élection et manifestement supérieure à elle ; désignés par Dieu, sans doute ?

Partout en Europe, en particulier en Hongrie, des ONG et des Fondations financées de l’étranger, notamment par MM. George Soros, Bill Gates, les Clinton et quelques autres, prétendent changer la culture et l’identité des peuples européens à coup de milliards et des réseaux qui contrôlent une grande partie de la presse, des élus et des think tanks européens.

Démocratie ? Non, usurpation du pouvoir. Capacité de nuire par l’achat des consciences et des lois. Ploutocratie manipulant les minorités bruyantes pour terroriser les majorités. Et nouvelle hétéronomie qui donne le pouvoir à l’argent, et permet aux mafias de la gestion financière, des big pharma ou de l’agro business de choisir les dirigeants avant tout vote — voir le Brésil, ou la France.

En Grande-Bretagne, le Parlement britannique a fait échouer toutes les tentatives de rendre effective une décision votée par referendum à une claire majorité ; sortir de l’Union européenne. Face à Theresa May comme à Boris Johnson, le Parlement croit agir au nom de mandats qui délèguent aux députés le pouvoir de voter au nom du peuple ce qu’ils jugent bon, contre la volonté du peuple, alors que les Tories demandent que le Parlement respecte la volonté du peuple exprimée par referendum.

Chaque jour ou presque, au nom de l’idéologie de l’individu qui ignore le citoyen, au nom des « LGBTQ+ » qui priment la famille, au nom de l’industrie du vivant qui entend faire de la reproduction humaine et du corps humain un produit comme les autres, le Parlement européen déclare, dispose et vote des textes contre lesquels la majorité des peuples européens se dresse. Chaque jour ou presque, des juges, des cours et des comités bafouent le sens commun, l’opinion et la volonté de la majorité des Européens. Et chaque jour, le droit de l’individu détruit un peu plus ce qui reste de la démocratie en Europe.

Libéralisme contre démocratie ?

La situation est sans ambigüité ; le libéralisme est devenu le pire ennemi de la démocratie. La liberté de l’individu qui nie le citoyen et détruit l’unité de la Nation en finit avec la liberté politique, la seule qui compte vraiment. Car les droits de l’individu sont devenus une nouvelle hétéronomie, dont les juges sont les imams et les tribunaux, les mosquées d’où émanent les fatwas contre tous ceux qui osent mettre en cause l’individu tout puissant, sa pompe et ses œuvres. De sorte que ce sont aujourd’hui les démocraties dites « illibérales » qui portent le combat pour la démocratie en Europe, le combat pour la loi de la majorité contre la dictature des minorités.

Dans l’Union européenne comme ailleurs dans le monde, ce ne sont pas les démocraties illibérales qui sont le danger, c’est l’autoproclamation des juges et des cours constitutionnelles en censeurs du vote et des élus.

Qui croit que les lois votées en France ou les directives européennes ont quoi que ce soit à voir avec la volonté des Européens ? Quelle majorité pour l’invasion migratoire, pour la ruine des territoires par les traités de libre-échange, pour la destruction des sols et de la vie par les usuriers du vivant, pour le commerce du corps humain ?

Le coup d’État du droit qui permet aux juges constitutionnels d’invalider n’importe quelle loi votée par les Assemblées, au nom d’une interprétation libre de préambules lyriques et verbeux qui ne disent rien et qui peuvent tout justifier (rappelons qu’en vertu des préjugés de l’époque, les Déclarations des Droits américaines de 1776 ou françaises de 1789 ne s’appliquaient ni aux femmes, ni aux esclaves, ni aux peuples colonisés, invisibles aux constituants ; qui saura dire quels préjugés de notre époque donnent lieu aux mêmes aveuglements dans nos interprétations actuelles ?).

Voilà la nouvelle hétéronomie qui assujettit les Nations, muselle les peuples et explique la montée délétère de l’abstention — il ne sert à rien de voter, puisqu’un juge pourra invalider votre vote, et l’argent d’un corrupteur étranger pourra changer la loi !

La démocratie illibérale, l’avenir ?

Les démocraties illibérales le seraient-elles seulement parce qu’elles répondent à la volonté de la Nation, pas à celle d’une poignée de milliardaires et de leurs complices assurés du monopole du Bien ? Seraient-elles alors tout ce qui reste en Europe de démocratie, de Nation et de liberté politique ? La question appelle une réponse nuancée ; les démocraties illibérales sont bel et bien des démocraties si elles respectent le principe du suffrage universel, si elles acceptent l’alternance et si elles refusent le recours à la force, celle de l’armée ou de milices. 

Il y a urgence à restaurer la démocratie en Europe. Face à la tentative de conquête islamiste de territoires en Europe, face à l’intensification des opérations de soumission européenne aux ordres de l’étranger, rendre le pouvoir au peuple est la révolution démocratique à venir. Elle passe par le dessaisissement des cours constitutionnelles du pouvoir d’interpréter la Déclaration des Droits de l’Homme, par le rétablissement du gouvernement des hommes sur la gouvernance des choses, par la restauration des liens entre le droit, l’État, et la Nation.

Elle passe par le contrôle des ONG et des Fondations qui doivent rentrer dans les frontières, dans les Nations et dans la loi. Elles passent par la nationalisation d’Internet, qui ne peut être le lieu de la destruction de l’unité nationale et de la liberté politique — la liberté de ne pas être conforme, la liberté de rester soi-même, la liberté de dire « nous ». La lutte anti corruption, anti-blanchiment, anti-ingérence, commence par la transparence sur la provenance des fonds des ONG, sur leurs liens avec des journalistes et des médias, sur l’indépendance des sources d’information. Le temps est venu de réaffirmer cette condition de la démocratie ; l’argent ne donne aucun droit à l’influence ni au pouvoir. La ploutocratie est la ruine de la liberté politique.

Ceux qui n’ont que le mot de « démocratie » à la bouche devraient y réfléchir à deux fois. Car la révolution démocratique est en marche. Elle vient de l’Est, elle vient de ceux qui savent ce que « demeurer » veut dire, elle nous conduit vers des horizons inconnus — soigneusement cachés. Mais les âmes sensibles et les esprits libres voient déjà la lumière qui se lève en Europe, et qui va rendre à la démocratie son tranchant et son fil.

Hervé Juvin (Site officiel d'Hervé Juvin, 7 novembre 2019)

mercredi, 06 novembre 2019

Multipolarité et société ouverte

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Forum de Chisinau III:

Multipolarité et société ouverte

Ex: https://www.geopolitica.ru

Multipolarité et société ouverte : le réalisme géopolitique contre l’utopie cosmopolitique. Pluriversum vs universum.

« Que l’on imagine, dans l’avenir, un État universel englobant l’humanité entière. En théorie, il n’y aurait plus d’armée, mais seulement une police. Si une province ou un parti prenait les armes, l’État unique et planétaire les déclarerait rebelles et les traiterait comme tels. Mais cette guerre civile, épisode de la politique intérieure, paraîtrait rétrospectivement le retour à la politique étrangère au cas où la victoire des rebelles entraînerait la désagrégation de l’État universel. »

Raymond Aron, Paix et guerre entre les nations, Paris, 1962

« Le monde n’est pas une unité politique, il est un pluriversum politique »

Carl Schmitt, La notion du politique

Le messianisme post-politique de la société ouverte et la guerre civile mondiale

George Soros et les globalistes désignent leur projet politique par les termes de « société ouverte ». Pour eux, cette société ouverte constitue bien plus qu’un idéal politique. Il s’agit en fait d’une révolution anthropologique totale qui vise à transformer l’humanité dans son ensemble et à abolir les États-nations historiques qui forment encore le cadre normatif des relations internationales. Pour rejoindre cet objectif, les globalistes usent d’une forme d’ingénierie sociale qui agit sur les sociétés humaines de manière progressive mais continue. Cette méthodologie – qui vise à une transformation furtive et ininterrompue de la société à l’insu des citoyens – a été théorisée en son temps par les pères fondateurs de la cybernétique et du marxisme culturel. Elle est aujourd’hui employée par les réseaux Soros avec une efficacité inédite dans l’histoire contemporaine. Il s’agit d’une conception supra-politique ou métapolitique qui vise à dissoudre progressivement le politique et les prérogatives des Etats-nations au sein d’un « super-Etat » mondial qui viendrait encadrer et piloter la vie de l’humanité toute entière. Une humanité conçue dès lors comme un seul œkoumène planétaire unifié et intégré.

Cette notion de « société ouverte » constitue l’aboutissement radical du processus historique de sécularisation entamé en Occident depuis la Renaissance. Un processus qui a vu se succéder différentes phases : Réforme, Lumières, Saint-simonisme, socialisme utopique, marxisme théorique, communisme des origines et bolchévisme (qui muteront en Stalinisme puis en « Soviétisme ») ; marxisme culturel et freudo-marxisme universitaire après 1945 et enfin libéralisme-libertaire après mai 68. Chaque vague de ce mouvement de sécularisation étant plus radical et plus profond que le précédent. La société ouverte comme projet métapolitique synthétise toutes les phases précédentes de ce processus de sécularisation. Elle opère aussi la jonction entre le freudo-marxisme anti-stalinien et la critique libérale des autoritarismes et de l’historicisme effectuée en son temps par Karl Popper. Aux « historicismes » platonicien, hégélien, marxiste ou fasciste, la société ouverte substitue l’impératif catégorique et téléologique de la convergence de toutes les sociétés humaines vers un « démos » planétaire unique. A une conception géo-politique et historique d’un homme différencié, elle substitue la conception universaliste et cosmopolitique d’une humanité unique et sans-frontières. Le rejet de l’historicisme propre à cette notion de société ouverte développée par Popper et radicalisé par Soros aboutit paradoxalement à un « historicisme de la fin de l’Histoire ». Une fin de l’histoire qui verrait toutes les narrations humaines converger et fusionner dans une unité mondiale du genre humain enfin réalisée. Ici pas de dialectique entre l’Un et le particulier mais bien la fusion et confusion des particularismes dans une unité ubique et planétaire.

Cette notion de Société ouverte recouvre très exactement cet universum qu’évoquait Carl Schmitt dans La notion de politique ; un universum qui en se prétendant universel tend à nier l’existence même du politique qui est par nature « pluriversel ». La société ouverte en tant qu’idéal d’une fin des altérités nationales en vue d’une paix mondiale définitive et utopique (au sens propre) constitue une négation de l’essence du politique selon la définition qu’en donne Carl Schmitt et l’ensemble des penseurs conservateurs. La société ouverte est en fait une cosmopolitique qui a comme horizon d’attente la fin de la géopolitique et la fin du politique.

D’où son recours à l’ingénierie sociale et à la cybernétique afin de contrôler par des moyens post-politiques les masses humaines dénationalisées qu’elle entend gérer. Mais, à mesure que la société ouverte dissout l’ordre normal des relations internationales en le parasitant de l’intérieur via les instances supra-étatiques et transnationales, s’installe alors une forme de guerre civile universelle dont les flammes ne cessent d’éclairer l’actualité. En témoignent les conflits contemporains qui sont de moins en moins des guerres inter-étatiques déclarées mais des conflits asymétriques et hybrides où s’affrontent les « partisans » et les pirates d’une société liquide universelle au sein de théâtres des opérations toujours plus flous, brutaux et non conventionnels. Dans l’esprit mondialiste, ces guerres sont les prolégomènes et le processus nécessaires vers une fin prochaine des antagonismes internationaux

A mesure que progresse le cosmopolitisme et son millénarisme anti-étatique, progresse de concert la guerre civile mondiale. Pour freiner cette tendance inéluctable et de manière similaire au communisme des origines, l’idéal d’une fin de l’Etat et d’une parousie post-politique aboutira de fait au retour d’un arbitraire plus violent que ce qu’aucun Etat n’aura jamais infligé à ses citoyens dans l’Histoire. Si les Etats-nations sont défaits, émergera alors un Léviathan mondial d’une brutalité inédite et sans frein. C’est à un avatar de ce Léviathan libéral que se sont heurtés les gilets jaunes en France cette année. Le Léviathan libéral protège les migrants dont il a besoin comme esclaves et pour dissoudre les nations mais il crève les yeux des français opposés aux conséquences du mondialisme. Le Léviathan macro-merkelien a besoin de plus de migrants pour empêcher les révoltes populaires et pour en faire ses auxiliaires de police contre les patriotes français. Demain, face au risque d’une contagion internationale d’un retour du nationalisme, c’est l’ensemble de l’Occident libéral qui peut se transformer en Léviathan et principalement l’Union-Européenne qui n’acceptera jamais de modifier sa forme fédérale jacobine-globaliste en une confédération d’États-nations souverains mais coopérants. L’essence du mondialisme c’est le populicide, quelle qu’en soit sa forme : sanglante sous le jacobinisme ou le bolchévisme, souriante sous sa forme actuelle. La société ouverte c’est le populicide avec le sourire. Mais un sourire qui va devenir toujours plus nerveux et contracté, à l’image de la face d’Emmanuel Macron face aux gilets jaunes.

La société ouverte et les fractures géopolitiques contemporaines 

Face à ce projet globalitaire d’une société ouverte transnationale, on observe une lutte toujours plus affirmée au sein du monde occidental entre globalistes sorosiens (type Merkel-Macron et autre Trudeau) et une tendance que je qualifierais de néo-occidentaliste (type Trump-Orban-Salvini). Cette ligne de fracture entre globalistes et néo-occidentalistes traverse tout l’Occident et s’avère déterminante quant à l’avenir du système des relations internationales. Irons-nous vers plus d’intégration globaliste ou bien l’anglosphère et ses alliés vont-ils faire bloc pour contrer une alliance stratégique eurasiatique et l’émergence d’un monde post-occidental ?

Pour avoir les mains libres dans la guerre géo-économique qui se joue entre l’empire américain et ses rivaux stratégiques eurasiatiques, il devient urgent pour les néo-occidentalistes de contenir l’influence interne à l’Occident que possèdent les réseaux Soros et à la limite de les laisser agir à l’étranger. C’est-à-dire là où ils peuvent être utiles pour aller chatouiller les géants terrestres que sont la Chine et la Russie sur leurs marches. Comme à Hong-Kong, en Ukraine, en Géorgie, en Arménie et partout ailleurs sur ces verrous-pivots du « Rimland » qui ceinturent l’« Heartland » eurasiatique. Les néo-occidentalistes (qui ne sont pas exactement les néo-conservateurs de l’époque de Bush) convergent parfois avec les sionistes de droite afin de contrer les liens qu’entretiennent les réseaux Soros et la gauche israélienne type Ehud Barak mais ils peuvent aussi diverger comme l’illustre l’éviction plus récente d’un John Bolton. A ces hauteurs du pouvoir politique occidental le vent souffle très fort et change très vite de direction …

L’affaire Epstein fût un bon indicateur de cette friction entre une gauche « sorosienne » globaliste et une droite néo-occidentaliste philo-sioniste. Dès 2015, Trump avait ainsi attaqué Bill Clinton sur sa fréquentation assidue de Jeffrey Epstein et de ses « prestations ». Dès qu’Epstein fût suspecté de détournements de mineures, Donald Trump se rapprocha ainsi de Bradley Edwards, l’avocat des jeunes victimes. Bradley Edwards affirma même que Trump fût le seul « people » à avoir agi de la sorte et que sa collaboration lui fût précieuse.

On connait par ailleurs la proximité d’Epstein avec Ehud Barak, proximité qui a été révélé par les photos du Daily Mail où l’on peut voir Ehud Barak « entrant dans la résidence de Jeffrey Epstein à New York en 2016, le visage partiellement caché, et d’autres de jeunes femmes pénétrant le même jour dans la résidence. » Ehud Barak qui annonçait fin juin 2019 « la fin de l’ère Netanyahu », se retrouvait ainsi propulsé comme amateur de filles mineures en pleine une du Daily Mail, le deuxième quotidien britannique en nombre de ventes. Ceci en pleine période de tensions sur le Brexit. Brexit soutenu par l’administration Trump contre les euro-globalistes sorosiens. Ehud Barak est par ailleurs régulièrement accusé par la droite israélienne d’être soutenu par Soros et ses relais israéliens. Netanyahu fût ainsi le premier ravi des révélations sordides sur Ehud Barak. Révélations qui survinrent peu avant les récentes élections législatives israéliennes et qui s’annonçaient difficiles pour le Likoud.

On voit ici un axe Trump-Netanyahu se confronter à une gauche internationale Clinton-Epstein-Barak-Soros. Et ça n’est que le point le plus saillant de cette confrontation, car sur les questions de société les plus clivantes comme l’avortement, le communautarisme LGBT ou l’identité nationale, ces deux orientations du monde occidental se font face et divergent régulièrement.

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A la fin de mon étude sur les réseaux Soros je parlais d’une « unité et scission au sein du judaïsme politique », cette ligne de tension n’a fait que s’accroitre depuis. Le très influent néo-conservateur Daniel Pipes va jusqu’à parler d’une « opposition frontale entre l’Etat d’Israël et l’establishment juif européen ». Daniel Pipes accuse ainsi la gauche juive de la diaspora de refuser l’alliance que devraient faire les juifs avec les conservateurs et les populistes occidentaux ; alliance qui permettrait de contrer les ennemis d’Israël et de l’Occident que sont la gauche et l’Islam. C’est la ligne de dénonciation de l’« Islamo-gauchisme » que suivent en France les Golnadel, Elizabeth Levy, Ivan Rioufol, Eric Zemmour etc ou des médias comme la revue l’Incorrect. C’est une stratégie qui vise à pousser les nations européennes vers une alliance judéo-occidentale américano-centrée face au cosmopolitisme sorosien. C’est une tendance géopolitique qui a toujours existé aux Etats-Unis où dès les années cinquante, Robert Strausz-Hupé (d’ascendance juive et huguenote) créait l’Institut de recherche en politique étrangère (Foreign Policy Reseach Institute – FPRI), un influent centre de formation géopolitique qui visait à réarmer conceptuellement l’Amérique dans le contexte de la guerre froide.

fr-strausz-hupe-150-791e5.jpgRobert Strausz fût en quelque sorte le père du néo-conservatisme, il théorisait l’idée d’une Europe décadente qui devait être sauvée des griffes de l’Asie russe, chinoise et arabe. Pour ce faire, l’Europe devait être gérée comme une province d’un empire américain comparable au rôle que tenait l’Empire romain pour les cités grecques face à l’empire perse asiatique. Il théorisait aussi l’idée d’un empire universel américain, éclaireur armé de la démocratie mondiale. Une idée qui sera reprise par les néo-conservateurs du Project for the New American Century (Projet pour le Nouveau Siècle Américain, PNAC) à la fin des années 1990.

Les néo-occidentalistes comme Trump (ou son ancien conseiller Bannon) sont plus réalistes, moins idéalistes et donc moins interventionnistes que les néo-conservateurs. L’idée d’un empire américain universel les intéresse moins que d’empêcher l’éclatement des Etats-Unis sous le poids de leurs contradictions internes tout en maintenant une influence américaine assez forte pour contrer la montée de la Chine afin de rester en tête du système des relations internationales au XXI ème siècle.

Mais Trump ne tient pas l’ensemble de la structure du pouvoir américain, aussi les tendances globalistes ou sionistes durs (qui se confrontent entre elles) poussent les Etats-Unis vers leurs agendas respectifs et empêchent Trump de réaliser pleinement ses promesses électorales d’un retour à un isolationnisme modéré.

Comme on le voit, le système géopolitique international est partagé entre différentes tendances lourdes qui cherchent chacune à imposer leurs orientations géopolitiques, idéologiques et sociales.

On pourrait décliner ces tendances ainsi :

1/ Un pan-conservatisme néo-occidentaliste promu par l’administration Trump et ses alliés en Europe, en Grande-Bretagne et par la droite israélienne. Ce pan-conservatisme veut ménager la Russie face à la Chine mais empêcher une convergence stratégique UE / Russie. C’est d’une certaine manière la pensée de Samuel Huntington qui est ici réactualisée. Des commentateurs superficiels ont ainsi beaucoup ri de l’intention de Trump de racheter le territoire du Groenland mais en plus d’être une tête de pont stratégique sur l’Océan Arctique face à la Russie et l’Eurasie, il faut se souvenir que la carte du monde que proposait Samuel P. Huntington dans son livre « Le Choc des civilisations » incluait précisément le Groenland et les pays scandinaves comme faisant partie de la civilisation chrétienne occidentale dans son classement des civilisations mondiales. Ce Pan-conservatisme qui marquait de plus en plus de points sur l’échiquier occidental a reçu plusieurs coups d’arrêts récents depuis les dernières élections européennes avec le scandale Strache en Autriche, la fin de la coalition Lega / M5S en Italie ou encore le blocage du Brexit en Grande-Bretagne. Ce qui démontre la puissance toujours intacte de l’européisme sorosien.

2/ Un européisme globaliste « sorosien » pur jus, dont le centre de gravité politique est actuellement incarné par le couple Macron-Merkel. D’où le traité d’Aix-la-Chapelle (traité sur la coopération et l’intégration franco-allemandes) signé par Macron et Merkel cette année. Ce traité vise à accélérer la constitution d’un pôle continental globaliste intégré et d’un plan B pour l’UE face aux risques d’émiettement ou même un simple changement d’orientation de l’UE que peut favoriser la montée des souverainismes en Europe. Une montée pour l’instant freinée par les manœuvres politiciennes en Italie, Grande-Bretagne et Autriche.

3/ Une intégration géo-économique eurasiatique dont le moteur principal est la Chine et sa volonté de réaliser le projet grand-continental des « nouvelles routes de la soie ». Rappelons que le projet des nouvelles routes de la soie appelé officiellement « One Belt, One Road » (OBOR) a pour ambition de s’étendre du Pacifique jusqu’à la mer Baltique et qu’il vise en plus de la Chine, « 64 pays asiatiques, moyen-orientaux, africains et d’Europe centrale et orientale ». Avec un budget de 800 à 1 000 milliards de dollars (cinq à six fois le budget du plan Marshall), ce projet pourrait permettre à la Chine de réaliser ce qui constitue la grande crainte des géopoliticiens anglo-saxons depuis toujours : l’intégration économique du continent eurasiatique dans son ensemble à l’horizon 2049, date anniversaire de la fondation de la République Populaire de Chine. Une intégration économique qui déplacerait le centre des affaires mondiales de l’Occident vers l’Eurasie mais une Eurasie pilotée par la Chine et non pas par l’Europe et la Russie.

Pour une quatrième orientation géostratégique européenne

Il faut être réaliste, dans chacune des trois options que je viens d’énoncer, ceux que j’appelle les peuples « natifs-européens » ont plus un destin d’objets que de sujets politiques. La situation actuelle est très périlleuse pour nos peuples sur tous les plans : démographique, économique, sécuritaire, culturel, civilisationnel, religieux etc.

Sur le plan des valeurs et d’une certaine volonté de freiner la culture de mort mondialiste, le pan-conservatisme et ses alliés souverainistes apparaissent comme la meilleure de ces trois orientations mais au niveau de la politique étrangère, avec le parasitage permanent du sionisme religieux dur, cette orientation s’avère problématique pour nos intérêts géostratégiques au Moyen-Orient et en Eurasie.

Quant à l’Européisme des Macron, Attali, Soros, Merkel, il ne vise pas à la constitution d’une confédération des États-nations européens dans le but d’accéder à un niveau de puissance géopolitique supérieure mais bien à la création d’un espace politique et d’un « démos » pan-européens qui remplaceraient à terme les nations historiques européennes dans le cadre d’une gouvernance globale. Ce prétendu souverainisme européen bute sur une aporie : comment concilier un quelconque souverainisme continental avec l’impératif catégorique kantien d’une Europe région-monde d’une gouvernance mondiale intégrée ? Cet européisme est avant tout un cosmopolitisme maquillé par des promesses de souveraineté européenne qui ne se réalisent jamais.

Pire, cet euro-globalisme qui se veut universel ne l’est pas pour les puissances extérieures à l’Occident. Puissances qui sont en droit de refuser l’impératif catégorique sorosien d’une gouvernance mondiale et de le considérer comme un nouvel avatar du colonialisme occidental. Surtout, cet euro-globalisme désarme l’Europe dans la course normale des affaires du monde pour la préservation, le maintien voire l’extension de nos intérêts dans la lutte permanente qui opposent les puissances géopolitiques entre elles. Cet euro-globalisme n’est pas universel et ne constitue qu’une orientation géostratégique parmi d’autres mais une orientation qui pourrait s’avérer à terme fatal pour l’Europe dans son ensemble.

En tant que Français et qu’Européens, la vision, la boussole géopolitique qui devrait actuellement continuer de nous guider me semble être cette idée toujours neuve et actualisable d’un axe Paris-Berlin-Moscou (ou Moscou-Berlin-Paris) et d’une entente stratégique continentale entre souverainistes non-alignés. C’est la seule option géopolitique et civilisationnelle capable de faire pièce en premier lieu à l’euro-globalisme et à l’Union-Européenne mortifère des Soros/Macron/Merkel mais aussi de contenir l’anglosphère néo-occidentaliste et la montée de la Chine. Entre la bête de la mer et la bête de la terre, entre Léviathan et Béhémoth, ce serait bien de ne pas avoir à choisir notre prochain maître …

Seule une volonté de puissance et de coopération euro-russe (eurussienne) pourrait empêcher soit notre servitude prochaine, soit la diffusion universelle de la guerre civile mondiale. Seule une volonté de puissance et de coopération euro-russe pourrait empêcher l’écartèlement des peuples romano-germaniques et touraniens dans la guerre géo-économique mondiale entre néo-occidentalisme, néo-asiatisme et globalisme post-national. Sur cette voie, la Moldavie constitue une clef de voute de cette architecture géopolitique ambitieuse mais vitale pour l’avenir de nos peuples et de notre descendance.

Source - FLUX

lundi, 04 novembre 2019

Le terrorisme défini par ce qu’il n’est pas

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Le terrorisme défini par ce qu’il n’est pas

par François-Bernard Huyghe

Ex: https://www.huyghe.fr


Mosquée de Bayonne ou préfecture de Police : selon que vous dites attentat ou faits criminels, terroriste, tueur ou déséquilibré, vous déclenchez de fortes réactions idéologiques.

Et des accusations :
Si vous dites que Mikael Harpon a agi pour des motifs personnels ou qu’il subissait une crise, vous niez la gravité du péril islamiste (l’hydre, dixit Macron) et vous êtes peut-être un islamo-gauchiste.
Si vous faite remarquer que l’homme de 84 ans qui a tiré devant la mosquée de Bayonne tenait des propos bizarres (venger l’incendie de Notre-Dame) et n’avait pas tout son discernement d’après l’expertise psychiatrique, vous voilà classé facho : vous tentez de nier l’islamophobie, voire la responsabilité intellectuelle de Le Pen, Zemmour, ou Zina el Rhazoui.

Tout cela tient souvent à un mot : attentat. Qui attente à quoi ? Si l’on oublie la pudeur, reste l’ordre public, les institutions républicaines, la sûreté de l’État. Avec la notion sous-entendue que l’attentat frappe directement des victimes innocentes, et indirectement tous les citoyens (en tant que Français, je ne suis pas seulement moralement interpellé, mais aussi politiquement interpellé si l’on tue quelqu’un pour son appartenance à l’appareil d’État, à une classe sociale, à une religion ou à une anti-religion, etc.)

Dans l’usage courant attentat (qui s’opposerait à acte de fou ou tuerie de masse au hasard, par exemple) implique donc terrorisme.

C’est à dire une violence grave, plus le choix d’une cible symbolique (qui représente une catégorie plus vaste), plus une intention politique : terroriser la population, susciter des contre-réactions, réveiller la conscience de ceux de son camps, menacer au nom d’une revendication, créer du chaos, etc.

Oui mais quand le supposé terroriste agit seul, brusquement, ne se réclame pas d’une organisation, ne dépose pas de revendication, n’explique pas avant ou après le sens politique de son acte ?

Une façon de se tirer de la difficulté serait peut-être de se demander a contrario ce qui n'est pas du terrorisme et qui risque d'être confondu avec lui.

Ainsi le "terrorisme d'État" (souvent évoqué par ceux que l'on accuse de pratiquer un terrorisme "d'en bas" pour justifier leurs actes comme une légitime résistance) : même si le terme fait allusion à une situation politique bien précise ( la Terreur de 1793, date où le mot "terrorisme" apparaît dans les dictionnaires en même temps que le mot "propagande"). Nous ne nierons pas que l'État commette des crimes ou qu'il cherche à terroriser sa propre population par une répression féroce et l'incertitude généralisée. Il le fait même souvent et avec bien plus de victimes innocentes que le terrorisme d'en bas. Mais à mêler ainsi terrorisme/répression et terrorisme/subversion, on embrouille plutôt les choses.

Première évidence, même si certains le surnomment "guerre du pauvre", le terrorisme n'est pas la guerre. Du reste certaines définitions américaines par exemple, cherchent à en faire l'équivalent d'un crime de guerre accompli par des civils et insistent sur le fait que ses victimes sont, sinon innocentes, du moins "non cambattantes"  Ainsi le la section 2656f(d) de U.S. Code : « premeditated, politically motivated violence perpetrated against noncombatant targets by subnational groups or clandestine agents, usually intended to influence an audience » (Title 22 of the United States Code, Section 2656f(d)

Quelle est la différence entre le terrorisme et la guérilla, guerre révolutionnaire ou la guerre de partisan ? Nous serions tentés de répondre : le territoire. Le partisan n'est pas mandaté par un État exerçant sa souveraineté sur un territoire (justement : nombre de partisans aimeraient précisément créer ou rétablir leur État sur ledit territoire). Ce combattant "techniquement" civil" se considère "politiquement" comme un soldat (il lutte contre un ennemi "public" et non pour des raisons privées ou criminelles, dit-il). Il exerce son activité sur un terrain précis : un maquis, ou une jungle impénétrable. Il cherche même à contrôler une part de territoire qui échappera ainsi à l'occupant ou à l'oppresseur. Il cherche une victoire militaire ayant de surcroît un impact psychologique (tuer beaucoup d'ennemis, empêcher leurs communications, libérer et contrôler une zone) et non pas un impact psychologique et symbolique à travers des violences matérielles comme le terroriste. Enfin ajoutons un critère plus trivial : il vaut mieux pratiquer la guérilla à la campagne et le terrorisme en ville (même si certains avancent le concept de guérilla urbaine qui nous paraît plutôt relever de la rubrique suivante.

Un terroriste n'est pas un émeutier. Même si l'on peut commettre des actes terroristes à l'occasion d'une émeute ou d'une manifestation qui dégénère (comme les autonomes italiens qui allaient aux grande manifestations pour utiliser "camarade P 38"). L'émeute est le fait des foules, souvent de leur spontanéité, parfois des instructions de quelques dirigeants, mais dans tous les cas, elle est censée émaner directement du peuple ou des masses qu'il représente dans la rue. L'action des émeutiers est directe - charger une ligne de police, s'emparer d'un bâtiment, dresser des barricades- et suppose la participation de tous, non la stratégie d'une avant-garde minoritaire.

 Enfin le terrorisme - indirect par ses buts, indirect par sa stratégie- n'est justement pas l'action directe au sens non pas du groupe de Rouillan et Ménigon, mais au sens que les anarchistes donnent à ce terme dès leur congrès d'Amsterdam en 1907.

emile_Pouget.jpgPouget, un des pères de l'anarcho-syndicalisme la définissait ainsi :

"Une formule expressive, heureuse, de parfaite limpidité, est venue condenser et résumer la tactique du syndicalisme révolutionnaire : l’Action directe.

À bien voir, l’Action directe n’est pas chose neuve - sa nouveauté est d’être la formulation théorique d’un mouvement -, car autrement elle est la raison d’être de tout syndicat. Dès qu’il s’en constitue un, on peut inférer que, consciemment ou inconsciemment, les travailleurs qui le composent visent à faire leurs affaires eux-mêmes, à lutter directement sans intermédiaires, sans se fier à d’autres qu’à soi pour la besogne à accomplir. Ils sont logiquement amenés à faire de l’Action directe - c’est-à-dire de l’action syndicale, indemne de tout alliage, sans compromissions capitalistes ou gouvernementales, sans intrusion dans le débat de "personnes interposées "
"


Née d’une méfiance envers le pouvoir libérateur du bulletin de vote (comme l’action directe est née d’une méfiance envers le seul pouvoir du discours), est pourtant un programme bien plus vaste que de réveiller le peuple par des explosions et des violences théâtralisées.

Des publications libertaires, y compris sur Internet, en font d’ailleurs des catalogues dont une grande partie recouvre de pures actions de propagande (tracts, affiches, bombages de peinture, manifestations, sites, cyberprotestation), d’autres relevant de l’action syndicale ou protestataire plus dure (débrayages, séquestrations, occupation de locaux, sit-ins..), d’autres d’actions économiques (certaines illégales comme les «réappropriations» ou des refus de payer, d’autres étant plutôt des pratiques communautaires de production ou de distribution). Y figure à peu près tout ce que peut faire un activiste sauf précisément l’attentat.

Du reste que disent ceux que l'on accuse de terrorisme et qui s'en défendent ?

Le terrorisme supposerait donc deux choses. Ainsi pour le droit français : des actes contre des gens ou des biens d'une part et d’autre part, une intention spécifique (troubler gravement l’ordre public par l’intimidation ou la terreur, influencer les esprits, créer un certain "climat").

Donc  un certain degré de violence et la recherche d’un certain état psychologique (la peur, la contrainte...) sur les dirigeants ou sur les peuples.

Comme on s'en doute, chacun de ces éléments peut donner lieu à contestation et sur la gravité des faits et sur la gravité de l'intention (ou de l'impact psychologique).

Ainsi, le droit français se "contente"  de vols, destructions, dégradations et détériorations là où la législation américaine parle de "destructions de masse" et là où d'autres veulent faire du terrorisme l'équivalent civil du crime de guerre. Par ailleurs, notre code pénal considère que l'intention d'intimider suffit pour constituer l'acte terroriste (et elle surajoute une dimension politique, celle de l'ordre public, sinon un simple racket pratiqué sur une boîte de nuit répondrait à la définition). Mais intimider et répandre la terreur ne sont pas la même chose (même si de telles notion sont éminemment subjectives)

Chaque fois qu’il y a controverse pour savoir si un acte est ou non terroriste, les partisans de la seconde alternative avancent trois types d’arguments :

- Argument justificatif et éthique : tel acte ne peut être terroriste car il est défensif (on ajoute souvent alors que le vrai terroriste est l’État ou que l’initiative de la violence est venue d’en haut, pas d’en bas). Ou le terme infamant de terrorisme est incompatible avec des buts nobles (comme la lutte contre l’occupant nazi en 39-45 ou les luttes de la décolonisation). Ou encore, on ajoute que le terroriste n’a recouru à l’attentat que faute d’un espace d’expression ou de moyens de contestation démocratiques. Et le plus souvent les trois à la fois. C'est le cas de figure : "nous ne sommes pas des terroristes, nous sommes des combattants de la liberté" (voir le concept de  freedom fighter popularisé dans le monde anglo-saxon).  À noter que le terrorisme est toujours une violence "au nom des victimes" et qui refuse de dire qu'elle fait des victimes (elle punit des coupables ou fait des dommage collatéraux, par hasard).

    -    Argument technique : les actes dénoncés sont trop bénins pour mériter tant d’emphase. On dira alors qu’une simple dégradation, un simple sabotage, une simple séquestration restent encore dans le registre de la protestation violente, pas du terrorisme. On complétera l’argument par celui des conséquences négatives : à qualifier de terroriste n’importe quelle forme d’action directe, l’État réussirait à criminaliser toute protestation sociale. Tel es l'argument employé par les avocats de Coupat : notre client est innocent, mais, même s'il était coupable, les actes qu'il aurait commis - saboter un caténaire - sont des destructions matérielles, pas assez grave pour "répandre la terreur", la qualification terroriste est donc exagérée.

    -    Argument d’intention : certains actes ne visent pas à répandre la terreur, mais à faire sens, à démontrer quelque chose, telles des contradictions de ceux qui prétendent lutter contre le terrorisme et à révéler leur vrai visage. La nature symbolique des actes fait qu’ils ne terrorisent personne, mais qu’ils instruisent les masses. Ce sont plus des actes de communication que de violence. C'est un peu paradoxal dans la mesure où il nous semble que le terrorisme est précisément un acte terroriste. C'est pourtant un argument qu'emploient beaucoup d'anciens maoïstes pour explique que la France (hors l'épisode tardif du groupe Action Directe) n'a pas connu de terrorisme à l'italienne ou à l'allemande.

Dans certaines circonstances, ils recourent à un quatrième argument que nous pourrions qualifier d’historique : parler de terrorisme, ce serait se tromper d’époque et regarder en arrière. Nous en serions déjà au stade de la guerre civile pour ne pas dire de la révolution.

En somme, les supposés terroristes se défendent en disant soit que ce qu'ils ont fait est en dessous du seuil terroriste (non : il s'agissait de manifestations, de mouvements sociaux, d'actions symboliques et publicitaires, nous n'avons jamais été jusqu'au meurtre) soit au contraire que leur action est au dessus de ce seuil : il s'agit d'une vraie guerre civile ou guerre de partisans, où l'action des minorités ne fait que précéder la juste violence défensive des masses. Variante : ce n'est pas du terrorisme, c'est le jihad défensif (obligatoire pour tout bon musulman) car l'Oumma est partout victime et opprimée.


Les débats actuels portent plutôt sur l’élément psychologique/stratégique du terrorisme. Tel qui tue au hasard, n’appartient à aucune organisation, ne laisse pas de revendication expliquant le sens politique de son acte, est-il un fou, criminel de droit commun, ou faut-il déduire du choix de ses victimes qu’il envoyait un message idéologique implicite ?

Il serait finalement plus productif de se demander de quoi le terrorisme n'est pas le nom et sous quelle étiquette se rangent ceux que l'on accuse de terrorisme.

camusjustes.jpgC'est pourquoi nous laisserons la conclusion à un extrait des Justes de Camus :

Kaliayev (le révolutionnaire qui vient d’assassiner le Grand Duc) – Je suis un prisonnier de guerre, non un accusé.

Skouratov (le policier) – Si vous voulez. Cependant, il y a eu des dégâts, n’est-ce pas ? Laissons de côté le grand-duc et la politique. Du moins, il y a eu mort d’homme. Et quelle mort !
Kaliayev – J’ai lancé une bombe sur votre tyrannie, non sur un homme.

Skouratov.- Sans doute. Mais c’est l’homme qui l’a reçue. Et ça ne l’a pas arrangé. Voyez-vous, mon cher, quand on a retrouvé le corps, la tête manquait. Disparue, la tête ! Quant au reste, on a tout juste reconnu un bras et une partie de la jambe.


Kaliayev – J’ai exécuté un verdict.

Skouratov Peut-être, peut-être. On ne vous reproche pas le verdict. Qu’est-ce qu’un verdict ? C’est un mot sur lequel on peut discuter pendant des nuits. On vous reproche…non, vous n’aimerez pas ce mot.. disons, un travail d’amateur, un peu désordonné, dont les résultats, eux, sont indiscutables. Tout le monde a pu les voir. Demandez à la grande-duchesse. Il y avait du sang, vous comprenez, beaucoup de sang. -

Kaliayev – Taisez-vous

Skouratov : Bon. Je voulais dire simplement que si vous vous obstinez à parler du verdict, à dire que c’est le parti et lui seul qui a jugé et exécuté, que le grand-duc a été tué non par une bombe, mais par une idée, alors, vous n’avez pas besoin de grâce. Supposez, pourtant, que nous revenions à l’évidence, supposez que ce soit vous qui ayez fait sauter la tête du grand-duc, tout change n’est-ce pas ? Vous aurez besoin d’être gracié, alors. "

Maurice Allais

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Maurice Allais

par Georges FELTIN-TRACOL

Né le 31 mai 1911 à Paris et décédé à Saint-Cloud le 9 octobre 2010, Maurice Allais présente la particularité d’avoir été la cible de diverses coteries malfaisantes. Récipiendaire du Prix Nobel d’économie en 1988, ce membre fondateur de la Société du Mont-Pèlerin en 1947 avec Friedrich Hayek, Wilhelm Röpke et Karl Popper détonne par ses propositions hétérodoxes, ce qui lui valent la hargne tenace de certains libéraux. Ces derniers n’apprécient pas que ce « libéral socialiste » (ou « libéral utilitariste ») conteste le dogme immaculé de libre-échange mondial.

Polytechnicien, professeur à l’École des mines de Paris et universitaire réputé, Maurice Allais s’intéresse aussi à la physique. Ses recherches dans cette science ont aussi agacé bien des physiciens officiels jaloux. Ce disciple de Vilfredo Pareto et de Ludwig von Mises a toujours été un franc-tireur et a trop souvent connu la marginalité médiatique. Jusqu’au début des années 2000, Le Figaro acceptait ses tribunes libres avant de l’ignorer superbement. Lors du référendum sur le Traité constitutionnel européen (TCE) en 2005, il doit publier un article pour le « non » dans… L’Humanité !

Farouche opposant à Maastricht en 1992 et au TCE, Maurice Allais n’en demeure pas moins un ardent défenseur de l’idée fédéraliste européenne. Pupille de la nation parce que son père meurt en 1915, Maurice Allais s’est toujours considéré comme un Européen convaincu. Certes, dans les années 1940, il milita – tropisme libéral oblige – aux côtés de Clarence Streit en faveur d’une union transatlantique entre l’Amérique du Nord et l’Europe occidentale. En 1991, dans L’Europe face à son avenir : que faire ? (Robert Laffont – Clément Juglar), il souhaitait encore le maintien de la France dans l’OTAN.

MAllais.jpgL’Europe reste toutefois l’engagement de sa vie. Il conçoit un ensemble européen, ordonné par le principe de subsidiarité, nommé la « Communauté politique européenne » (CPE). Cette CPE doit fonder à terme la « Nation européenne ». Ainsi écrit-il dans Combats pour l’Europe 1992 – 1994 (Clément Juglar, 1994) que « les Européens d’aujourd’hui veulent vivre ensemble. C’est là une réalité fondamentale qui se superpose aux liens très puissants qui se sont tissés au cours des siècles à l’intérieur de chaque Communauté nationale. […] Autant toute tentative tendant à dissoudre aujourd’hui les Nations européennes dans je ne sais quel ensemble de nature totalitaire est fondamentalement inacceptable, autant l’émergence progressive, dans les décennies qui s’approchent, d’une Nation européenne au sens d’Ernest Renan rassemblant dans une organisation décentralisée les Nations européennes et préservant leur identité ne saurait être obstinément refusée. En fait, il n’est pas du tout impossible qu’à la fin du XXIe siècle apparaisse une Nation européenne, démocratique et décentralisée, d’autant plus forte qu’elle aurait réussi à maintenir les différentes Nations qui la constituent dans leur propre identité et leur propre culture. Mais ce ne peut être là qu’un objectif éloigné. Il ne suffit pas de vouloir vivre ensemble. Il faut encore s’en donner les moyens (p. 89) ».

La CPE s’organiserait par conséquent à partir d’une Charte communautaire. Par ce document majeur, « le principe fondamental serait que tout domaine de compétence relèverait des États membres et que seuls seraient délégués à l’Autorité européenne les pouvoirs dont la délégation serait approuvée par référendum dans chaque État membre (p. 77) ». À partir de cette base fondatrice, il imagine un Parlement constitué de l’actuelle Assemblée européenne et d’une Chambre des États (ou Sénat européen), et un président, indépendant du Conseil européen, élu par le Parlement, qui nommerait les membres d’une Autorité politique communautaire remplaçant la Commission de Bruxelles. Le Conseil européen et les conseils ministériels seraient maintenus plus ou moins à brève échéance. Les parlements des États-membres détiendraient en outre d’un droit de veto. Enfin, « la volonté politique des pays membres de la Communauté européenne de vivre ensemble devrait se matérialiser par la constitution d’un Territoire communautaire où seraient regroupées les différentes institutions européennes (Combats pour l’Europe, op. cit., p. 90) ». Il s’agirait d’« un Territoire fédéral qui soit propre à la Communauté européenne et qui soit indépendant de tout pays membre. Ce territoire devrait être constitué par des zones contiguës attribuées à la Communauté européenne par certains de ses membres, et la Communauté européenne y exercerait sa souveraineté (L’Europe face à son avenir : que faire ?, p. 66) ». Appelé Europa dans L’Europe face à son avenir : que faire ?, ce territoire pourrait s’implanter soit sur « trois zones contiguës situées actuellement en Allemagne, en France et au Luxembourg sur les bords de la Moselle et incluant notamment les trois villes de Perl, de Sierck-les-Bains et de Burmerange, qui actuellement sont respectivement allemande, française et luxembourgeoise », soit « sur une longueur d’environ 20 km le long de la Lauter et sur une profondeur d’environ 10 km de part et d’autre de la frontière actuelle, aurait l’inconvénient de n’engager que la France et l’Allemagne, mais elle aurait l’avantage d’être, relativement peu peuplée, située sur un terrain plat, avec la possibilité d’installer facilement un aéroport plus important que celui du Luxembourg, et d’être près de Karlsruhe et de Strasbourg (p. 67) ».

Cependant, « la condition préalable pour la réalisation de toute Communauté européenne réelle, note encore Maurice Allais dans Combats pour l’Europe, c’est l’émergence d’un esprit européen véritable, et cette émergence elle-même est subordonnée à la possibilité pour les Européens de se comprendre mutuellement (pp. 284 – 285). » Partisan d’une Communauté culturelle européenne complémentaire à la CPE, pragmatique, Maurice Allais soutient le plurilinguisme ou, en tout cas, un trilinguisme capable de limiter et de contrecarrer l’influence de l’anglais. Il évoque le français, l’allemand, l’espagnol et l’italien. Si cette CPE encourage un marché intérieur concurrentiel, elle entend se protéger du libre échange mondialisé par un solide protectionnisme comme le pratiquait le traité de Rome en 1957 jusqu’à l’Acte unique européen en 1986.

Estimant toujours dans L’Europe face à son avenir : que faire ? que « l’immigration ne peut que constituer un immense danger (p. 32) », ce détracteur implacable des lois liberticides déplore le rôle délétère croissant de la télévision dans l’abrutissement massive de la population ainsi que la « régression générale des valeurs morales (p. 33) ». Il s’inquiète des progrès constants de la démagogie. « La sélection des hommes politiques par la démagogie conduit à une sélection à rebours (idem). »

Maurice Allais a vraiment travaillé un projet politique, économique et culturel viable d’unité européenne à qui il a manqué l’indispensable élan politique. Cela ne l’empêche pas d’être l’un des plus grands penseurs de l’Idée européenne au XXe siècle.

Au revoir et dans quatre semaines !

Georges Feltin-Tracol

• Chronique n° 29, « Les grandes figures identitaires européennes », lue le 8 octobre 2019 à Radio-Courtoisie au « Libre-Journal des Européens » de Thomas Ferrier.

dimanche, 03 novembre 2019

Carl Schmitt : La distinction ami-ennemi comme critère du politique, Tristan Storme

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Carl Schmitt : La distinction ami-ennemi comme critère du politique, Tristan Storme

 
Sulfureux à plus d’un titre, le juriste allemand Carl Schmitt a défini la notion de politique en accordant une place centrale à l’ennemi, qui serait d’après lui « notre propre question en tant que figure ». La communauté politique ne se déterminerait comme telle qu’en désignant l’hostis par l’intermédiaire d’une décision étatique, c’est-à-dire en décidant d’entrer en guerre. Seul l’État serait, par ailleurs, apte à garantir la paix interne et la pluralité des États souverains assurerait l’équilibre pacifié du continent européen. La genèse du politique et les conditions de son maintien s’expliqueraient à travers une série de notions fondamentales (l’ami, l’ennemi, la pluralité des États), impliquant toujours l’appareil étatique comme titulaire de la souveraineté, et donc le rejet d’un concept constitutif d’humanité. Tristan Storme est maître de conférences en sciences politiques à l’université de Nantes et membre du laboratoire de recherche Droit & Changement Social. Ses recherches et son enseignement concernent notamment la pensée de Carl Schmitt, juriste et philosophe allemand sur lequel il a publié : Carl Schmitt et le marcionnisme (Cerf, 2008) ; Carl Schmitt, lecteur de Tocqueville. La démocratie en question (dans la Revue européenne des sciences sociales, 2011).
 
Conférence donnée lors des Rencontres de Sophie le 15 mars 2019 au Lieu Unique de Nantes. http://philosophia.fr/activites-renco...
 
Voir tout le programme des Rencontres de Sophie "Guerre et paix", Philosophia, Lieu Unique, Nantes http://philosophia.fr/wp-content/uplo...
 

mercredi, 23 octobre 2019

SJWs As Bourgeois Bolshies

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SJWs As Bourgeois Bolshies

Illustration: LGBT Pride poster in Soviet Style (Design Boom)

I’m reading one of the best books I’ve ever seen, historian Yuri Slezkine’s The House of Government: A Saga of the Russian Revolution. It’s a massive — over 1,000 pages — history of the Bolshevik movement, focusing on the people who lived in a vast apartment building constructed across the Moskva River from the Kremlin, for party elites. In the 1930s, during the purges, it was the most dangerous address in the country. The secret police came for people there all the time.

sle.jpgThe book has given me a breakthrough in understanding why so many people who grew up under communism are unnerved by what’s going on in the West today, even if they can’t all articulate it beyond expressing intense but inchoate anxiety about political correctness. Reading Slezkine, a UC-Berkeley historian, clarifies things immensely. Let me explain as concisely as I can. All of this is going into the book I’m working on, by the way.

In my book, I identify two main factors that make the “soft totalitarianism” we’re drifting into different from the hard totalitarianism of the communist years. One is the vastly greater capabilities of surveillance technology, and its penetration into daily life in this current stage of capitalism. The other is the pseudo-religion of Social Justice, the holy trinity of which is Equity, Diversity, and Inclusion. The mathematician James Lindsay last year wrote an insightful essay analyzing Social Justice ideology as a kind of postmodern religion (“faith system,” he writes). Reading Slezkine on Bolshevism illuminates this with new depth.

To be clear, Social Justice religion is not the same thing as Bolshevism, which conquered a nation and turned it into a charnel house. But the psychological dynamics are so similar that I can understand now why Soviet-bloc emigres feel in their bones that something wicked is coming, and coming fast.

I’m going to give a brief overview of the ideas in this part of Slezkine’s book. Slezkine describes the Bolsheviks as “millenarian sectarians preparing for the apocalypse.” He gives a short history of apocalyptic sects, which he said began in the Axial Age, the period between the 8th and the 3rd centuries BC that saw parallel developments in civilizations — Chinese, Indian, Middle Eastern, Greco-Roman — that caused a fundamental shift in human consciousness. The Axial Age introduced some concepts that are still with us today, including the idea that history is linear. Religion and philosophical systems of the Axial Age developed a sense of separation from the Real (that is, what is material), and the Ideal (what is transcendent). They also introduced the idea that time would culminate in a final battle between Good and Evil that would result in the End of History and the everlasting reign of Justice. The rich will be conquered, and the poor will triumph.

Slezkine writes at some length about these themes in the Hebrew Bible (Old Testament), but points out that they also existed in parallel in other religions of the era. The two Abrahamic religions that emerged from Axial Age Judaism — Christianity and Islam — modified these same concepts for themselves. The Book of Revelation in the Christian Bible is the standard Western account of the Apocalypse, but not the only one.

In the 16th century, the radical Protestant theologian Thomas Müntzer, leader of an apocalyptic Reformation sect, led an armed revolt against the Catholic Church, Martin Luther, and feudal authority. He and his followers believed the Last Days were upon the world, and that revolutionary violence was necessary to prepare for them.

These movements, says Slezkine, often depend on the virtuous mutually surveilling each other to keep everyone in line. Calvin’s Geneva was like this, and had laws prescribing the death penalty for relatively minor violations of its purity code. In the 17th century, the English Puritan movement under Thomas Oliver [the mistake was mine — RD] Cromwell (the “Puritan Moses”) was in this same vein.

The Enlightenment birthed apocalyptic millenarianism without God. Slezkine doesn’t mention him, but I want to put in a plug for the book Black Mass by the English political philosopher John Gray, which I wrote about here. Gray is an atheist, but he cannot stand the militant atheism of people like Richard Dawkins and the late Christopher Hitchens. In the book, Gray writes about how the instinct for utopia, born out of religion, keeps surfacing in the West, even without God. Nothing is more human, he writes, than to be prepared to kill and die to secure meaning in life. More Gray:

Those who demand that religion be exorcised from politics think this can be achieved by excluding traditional faiths from public institutions; but secular creeds are formed from religious concepts, and suppressing religion does not mean it ceases to control thinking and behaviour. Like repressed sexual desire, faith returns, often in grotesque forms, to govern the lives of those who deny it.

Slezkine writes that this same apocalyptic millenarianism erupted in anti-Christian form in the French Revolution. The Jacobins were Enlightenment apocalyptics, believing in the triumph of Reason, Science, and Virtue. And they were proto-Bolsheviks. Robespierre, in a 1794 speech to the National Assembly, praised “virtue, without which terror is destructive; terror, without which virtue is impotent. The Terror is nothing but justice, prompt, severe, inflexible; it is thus an emanation of virtue.”

In 19th century America, millenarianism took more gentle forms, but was still popular. Baptist preacher William Miller prophesied the end of the world in 1843, and reached a national audience with his forecast of doom. It didn’t happen, but his work gave rise to the Adventist movements, which are still with us today. Joseph Smith, founder of the Latter-Day Saints faith, was another millenarian — a more successful one.

Slezkine says that apocalyptic millenarianism in 19th century Europe often took the form of nationalism. Karl Marx advocated German nationalism as the first step in the worldwide communist revolution. Following Hegel, History was Marx’s god. Slezkine:

[F]aith in progress is just as basic to modernity as the Second Coming was to Christianity (‘progressive’ means ‘virtuous’ and ‘change’ means ‘hope’). ‘Totalitarianism’ is not a mysterious mutation: it is a memory and a promise; an attempt to keep hope alive.

By “totalitarianism,” he means the system by which apocalyptic millenarians enforce the conditions they believe will constitute the New Jerusalem — the utopia in which their sect believes.

The Marxist faith system prophesied a worldwide conflagration — Revolution — that would see the saints (the Proletariat) cleanse the world of the wicked (the Bourgeoisie) and their false religion (Capitalism). The Revolution would establish Communism: a paradise in which the state would wither away, because the cause of man’s alienation would have been dealt with. Marx despised religion, but he did not believe that his system was religious at all. It was, he taught, entirely scientific — thus making Marxism entirely compatible with what Enlightenment-era elites believed was the prime source of authority.

In Russia of the late 19th century, there was a great deal of apocalyptic fervor, and, of course, a number of Marxist and other left-wing revolutionary groups. The Bolsheviks were the most ruthless and disciplined of them all. Slezkine says it doesn’t matter whether the faith of the Bolsheviks was really a religion or not. The fact is, it functioned like one. If religion is a set of agreements about sacred realities, though sacred realities believed to be objectively true, and the community organized around those beliefs, then every state on earth is religious. The Bolshevik “faith” united people, focused them around what Slezkine calls “the ultimate conditions of their existence,” and told them what they had to do.

For the pre-revolutionary Bolsheviks, the priests and the prophets were their intellectuals, who were “religious about being secular.” Writes Slezkine: “A conversion to socialism was a conversion to the intelligentsia, to a fusion of millenarian faith and lifelong learning.”

The Bolshevik faith was initially spread among the intellectuals primarily through reading groups. Once you adopted the Marxist faith, everything else in life became illuminated. The intellectuals went into the world to preach religion to the workers. These missionaries, says Slezkine, appealed to and tried to intensify hatred in the hearts of their listeners. They spoke to the moral sense within the common people, and gave them what, if taken in a strictly religious sense, would be called prophetic revelations.

The pre-revolutionary Bolsheviks denounced “Philistines” — people who are sunk in their everydayness, and lack revolutionary consciousness. It is chilling to read the lines of description they had for people like this. Slezkine calls the Philistines the “stock antipode of the intelligent” — that is, the kind of person that a member of the intelligentsia saw as his exact opposite. In pre-revolutionary Russia, the intelligentsia saw themselves as a kind of secular priesthood. The way they wrote about their enemies, and the way they rhapsodized about revolution, was utterly fanatical and inhuman. Slezkine:

The revolutionaries were going to prevail because of the sheer power of their hatred. It cleansed the soul and swelled like the flood of the real day.

The “real day” is the day of Apocalypse, when the truth is fully made manifest, and all evil, injustice, and lies are cleansed from the earth. It would come about through “sacred fury.” Slezkine quotes Bolshevik memoirs recalling the revolutionary days of 1917-18. Pure ecstasy, like the day of Pentecost in the New Testament.

Slezkine draws this interesting distinction:

Marx and Engels were not utopians – they were prophets. They did not talk about what a perfect system of social order should be and how and why it should be adopted or tested; they knew with absolute certainty that it was coming – right now, all by itself, and thanks to their words and deeds.

The Bolsheviks, however, did have a complex plan for creating utopia. Reading Slezkine, you can’t help but be impressed by the power and discipline that Lenin and his lieutenants exercised. He was one of the most evil men who ever lived, Lenin — Slezkine’s accounts of Bolshevik mass murder of class enemies on Lenin’s orders make Robespierre’s bloodthirstiness seem like amateur hour. But he was a true revolutionary genius.

For young people in pre-revolutionary Russia, being part of these leftist groups “gave one a great sense of purpose, power, and belonging.” Note this: one reason for the advance of revolutionary consciousness is that parents, despite depending on the stability of Tsarist autocracy, would not turn away from their radicalized children. Slezkine: “The ‘students’ were almost always abetted at home while still in school and almost never damned when they became revolutionaries.”

Bolshevism in power tried to destroy the traditional family, seeing it as an incubator of capitalism. Slezkine writes about how this form of Bolshevik radicalism had to give way to a more conservative ideology of the family, because it caused problems that Soviet society could not deal with.

In power, Bolsheviks carried out apocalyptic destruction of the old order, including the mass murder of class enemies. I have just now arrived at the point in Slezkine’s narrative in which he describes the “Great Disappointment” — a term (borrowed from the Millerites) for the experience of the New Jerusalem not having arrived as promised. As I understand it, Slezkine will describe the homicidal spasms of the 1930s, under Stalin, as the vengeful Bolshevik reaction to utopia’s failure. Utopia can only have failed because its proselytes were weak in faith — and therefore deserve to be punished for their infidelity.

So, what does this have to do with our own Social Justice Warriors? There are clear parallels. Again, I encourage you to read James Lindsay’s analysis of the postmodern faith system of Social Justice for more.I believe that this is what those who lived under communism intuit from the Social Justice Warriors — I mean, why it frightens them:

Like the early Bolsheviks, the SJWs are radically alienated from society. They regard ordinary people as the intelligents regarded the so-called Philistines: with visceral contempt.

Justice depends on group identity. For Marxists, the line between Good and Evil ran between classes: the Proletariat and the Peasants on one side, the Bourgeoisie on the other. Marxism sees justice as entirely a matter of taking power away from the Bourgeoisie, and giving it to the revolutionary classes. Some in the bourgeoisie acquired revolutionary consciousness, and aided the Revolution.

Similarly, for the SJWs, the line also passes between groups, based on group identity. The Oppressors are whites, males, capitalists, heterosexuals, and Christians. The Oppressed are ethnic minorities, women, anti-capitalists, LGBTs, atheists, and other “marginalized” people. Justice is about taking power from the Oppressors and giving it to the Oppressed. Some among the Oppressors acquire revolutionary consciousness and aid the revolution; they are called “allies,” and practice “allyship.”

Social Justice Warriors, like the early Bolsheviks, are intellectuals whose gospel is spread by intellectual agitation. It is a gospel that depends on awakening and inspiring hatred in the hearts of those it wishes to induce into revolutionary consciousness. This is why it matters immensely that they have established their base within universities, where they can train those who will be going out to work in society’s institutions in ideologized hatred.

SJWs believe that science is on their side, even when their claims are unscientific. They are doing the old post-Enlightenment utopian trick of making essentially religious claims, but claiming that they are objectively true. Quote from a Times story: “We’re all born nonbinary. We learn gender.”

SJWs are utopians who believe that Progress requires smashing all the old forms for the sake of liberation. After we are freed from the chains that bind us, we will experience a new form of life. From a June 4 New York Times Magazine story on destroying gender binaries:

Our talk shifted again from the past to the future. Jacobs spoke about foreseeing a time when people passing each other on the street wouldn’t immediately, unconsciously sort one another into male or female, which even Jacobs reflexively does. “I don’t know what genders are going to look like four generations from now,” they added, allowing that they might sound utopian, naïve. “I think we’re going to perceive each other as people. The classifications we live under will fall by the wayside.”

Among the voices of the young, there are echoes and amplifications of Jacobs’s optimism, along with the stories of private struggle. “There are as many genders as there are people,” Emmy Johnson, a nonbinary employee at Jan Tate’s clinic, told me with earnest authority. Johnson was about to sign up for a new dating app that caters to the genderqueer. “Sex is different as a nonbinary person,” they said. “You’re free of gender roles, and the farther you can get from those scripts, the better sex is going to be.” Their tone was more triumphal: the better life is going to be. “The gender boxes are exploding,” they declared.

In the case of transgender SJWs, parents can become the greatest advocates for their children, as in pre-revolutionary Russia with the radical youth. A distressed parent of a female-to-male transgender told me that in her child’s high school, the pressure on parents from other parents to suppress all doubts about transgenderism was intense. Here, from that same NYT Magazine piece I quote above, is another anecdote:

Kai grew up in the Maryland suburbs outside Washington; both his parents are economists. He came out to them as genderqueer a year and a half ago, and they, as he put it, were willing “to step through the door” he held wide for them, the door into his way of seeing himself. They read a piece of creative writing he gave them, a meditation using Dadaism to explicate the nonsense of either-or. His mother asked if she could buy him new clothes. “Shopping for clothes was something we’d always done,” he said. “It was her way of saying, ‘I want to keep being part of your life.’ That was really stepping through the door. And then, all the nerve-rackingness of shopping in the men’s section of a department store and trying on pants and worrying about how people are looking at you and reading your gender, it would have been really hard to do on my own. But my mother was there. Just like when we’d shopped together before. And that made it normal.”

Here’s an interesting difference: from what I can tell, most SJWs don’t have a clearly envisioned utopia. What will the world look like when whiteness is once and for all defeated? When toxic masculinity has been fully vanquished? And so forth. They don’t know; all they know is that these things must come to pass, and will come to pass. We have to first destroy the old world and its corrupt structures. From the point of view of someone who stands to be smashed by these revolutionaries, it doesn’t really matter whether or not they have a plan for what to do after you’re overthrown.

Here’s another interesting difference, and an important one: SJWs may want to destroy the oppressive practices, but unlike the Bolsheviks, they don’t want to destroy the institutions of society. Rather, they want to conquer them and administer them. The religion of Social Justice has already conquered the university, as James Lindsay points out, and is moving quickly into other institutions: media (the NYT is its Pravda), law, tech, entertainment, and corporate America. The Social Justice faith system can be easily adapted by the institutions of bourgeois capitalism — a fact that conceals its radicalism.

The people who have lived in societies suffused with this kind of ideology — emigres from Soviet-bloc countries — can see through the veil. With this new book I’m working on, I’m going to do my best to help readers see through their eyes. Meanwhile, if you are really interested in the Russian Revolution, I strongly urge you to read The House Of Government — all 1,128 pages of it. Yuri Slezkine is a masterful storyteller. It reads like a novel.

« Rétablir l’état de droit face à ces nouveaux despotes que sont les multinationales et les marchés financiers »

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« Rétablir l’état de droit face à ces nouveaux despotes que sont les multinationales et les marchés financiers »

par Olivier Petitjean

Ex: https://www.bastamag

Les Nations-Unies travaillent à un nouveau traité pour contraindre les multinationales à respecter les droits humains et l’environnement. En France, une loi impose, depuis 2017, un « devoir de vigilance » aux grandes entreprises, à leurs filiales et sous-traitants. Cet outil juridique mettra-t-il fin à leur quasi impunité ? Explications de notre journaliste Olivier Petitjean, via ces bonnes feuilles tirées de son ouvrage Devoir de vigilance. Une victoire contre l’impunité des multinationales.

Le 27 mars 2017, la France promulguait, à l’issue d’un laborieux parcours législatif de plusieurs années, la loi sur le devoir de vigilance des multinationales – ou, plus précisément, des « sociétés mères et entreprises donneuses d’ordre ». De manière très inhabituelle pour la France, cette loi n’a pas été conçue dans les ministères, mais par un petit groupe de députés indépendamment du gouvernement, en collaboration étroite – ce qui est encore plus rare – avec une coalition d’associations, de syndicats et autres acteurs de la société civile. C’est une loi d’une grande simplicité, qui tient en trois articles. Son objectif pourrait paraître modeste : corriger une lacune du droit existant en donnant la possibilité, dans certaines conditions, de saisir la justice lorsqu’une entreprise multinationale basée sur notre territoire est mise en cause pour des atteintes graves aux droits humains et à l’environnement, commises en France comme à l’étranger.

Pollutions pétrolières ou chimiques, main-d’œuvre surexploitée dans les usines des fournisseurs, conflits et répression autour des sites d’implantation des multinationales, complicité avec des dictatures, accaparement des ressources naturelles, tout le monde a entendu parler de cette face obscure de la mondialisation, où l’internationalisation des chaînes de production et la chasse aux profits se développent aux dépens des femmes et des hommes et de la nature. Que les victimes puissent porter plainte pour faire respecter leurs droits fondamentaux, ou que des associations puissent exiger l’intervention d’un juge pour mettre fin aux abus, quoi de plus naturel, quoi de plus normal soixante-dix ans après l’adoption de la Déclaration universelle des droits de l’homme, et après de multiples traités internationaux sur la lutte contre l’exploitation, le climat ou la protection de l’environnement ?

Un chaînon manquant dans la mondialisation

Et pourtant, en pratique, mettre en cause une grande entreprise et ses dirigeants pour les violations des droits humains ou la dégradation de l’environnement occasionnées par ses activités reste souvent mission impossible. Et ce n’est pas faute d’avoir essayé, comme nous le racontons dans ce livre. D’un côté, il existe une multitude de textes de droit international ; de l’autre, une impossibilité apparente de les faire appliquer et de leur donner effet dans des situations impliquant des multinationales. Voilà manifestement un chaînon manquant dans la mondialisation.

Beaucoup de raisons entrent en jeu pour créer cette situation d’impunité. D’abord les soutiens et les complicités politiques dont bénéficient généralement les milieux d’affaires internationaux dans les pays où ils sont implantés. Ensuite la faiblesse du pouvoir judiciaire, par manque de moyens ou par manque d’indépendance. Sans compter que, bien entendu, les grandes entreprises et leurs dirigeants peuvent mettre en branle des armées d’avocats pour faire traîner en longueur les procédures, épuiser tous les recours ou exploiter les failles de l’accusation. Les personnes et les groupes les plus affectés par leurs activités, en revanche, comptent souvent parmi les plus démunis. L’histoire de David contre Goliath semble donc infiniment répétée – mais sans fronde à disposition des « petits ».

Il est aussi une raison moins visible et plus structurelle à cette impunité des multinationales, qui gît dans le droit lui-même et dans sa déconnexion d’avec la réalité économique. On peut dire qu’aujourd’hui la « multinationale », le « groupe », voire l’« entreprise », n’existent pas réellement d’un point de vue juridique. Là où nous voyons un sujet cohérent et autonome – Total, Apple ou H&M –, avec sous son égide des dizaines d’établissements, de filiales, de co- entreprises ou autres relations d’affaires gérées en fonction de l’intérêt du tout (ce qui signifie malheureusement souvent le seul intérêt des actionnaires et des dirigeants), le droit voit une nébuleuse d’entités distinctes, seulement liées entre elles par des liens capitalistiques et des contrats.

Il ne s’agit pas seulement d’un simple détail technique. Une conséquence directe de ce hiatus est qu’il est souvent extrêmement difficile de responsabiliser la multinationale elle-même (autrement dit la « société mère » qui chapeaute tout l’édifice et le dirige) pour les manquements d’une de ses filiales à l’étranger. Et à plus forte raison pour des abus constatés chez l’un de ses sous-traitants ou fournisseurs, quand bien même ces abus seraient directement liés aux exigences ou aux pressions de la multinationale en question.

Coup porté à l’impunité des multinationales

C’est précisément cette lacune, cet angle mort du droit, que la loi sur le devoir de vigilance entend combler. À certains égards, ce n’est qu’un point de détail, un simple aménagement législatif qui crée une possibilité de recours judiciaire ne visant que les abus les plus criants, selon une procédure très spécifique, et qui impliquera d’apporter la preuve que la société mère (vis-à-vis de ses filiales) ou donneuse d’ordre (vis-à-vis de ses fournisseurs et sous-traitants) a clairement manqué aux responsabilités qui étaient les siennes en proportion de son influence réelle. On voit mal cette loi donner lieu à une floraison de procès intentés contre des entreprises, comme l’ont suggéré ses détracteurs.

À d’autres égards, cependant, cela change tout. C’est d’ailleurs pourquoi cette législation d’apparence modeste, ciblant des situations que personne ne pourrait considérer comme acceptables, a suscité, et continue de susciter, une opposition aussi acharnée de la part d’une partie des milieux d’affaires français et internationaux. La loi française sur le devoir de vigilance est un coup porté à la barrière de protection juridique qui isole les multinationales des impacts de leurs activités sur les sociétés et l’environnement.

De ce fait, elle remet en cause la condition d’« irresponsabilité sociale » intrinsèque à la notion même d’entreprise multinationale, se jouant des frontières et des juridictions. Elle modifie ce qui, en apparence, n’est qu’un petit rouage juridique de la mondialisation, mais qui affecte virtuellement tout le fonctionnement de la machine – notamment au profit de qui et au détriment de qui elle opère.

Tout ceci ne vient pas de nulle part. L’adoption de la loi française en 2017 n’est ni le commencement ni la fin. La manière dont elle sera effectivement utilisée et mise en œuvre fera certainement l’objet de controverses aussi virulentes que celles qui ont entouré son élaboration et son adoption. Sa portée dépasse les frontières de l’Hexagone, comme l’illustre l’intervention dans le débat législatif français d’organisations comme la Chambre de commerce des États-Unis, principal lobby patronal américain, ou la Confédération syndicale internationale, porte-parole du monde syndical à l’échelle globale.

Des chaînes de responsabilité souvent complexes et diffuses

Cette loi constitue une étape dans une histoire qui commence, au moins, dans les années 1970 – date à laquelle la régulation des entreprises multinationales dans le cadre du droit international émerge en tant qu’enjeu politique. Elle est issue, dans sa conception, de l’expérience concrète d’associations et d’avocats, en France, au Royaume-Uni, aux États-Unis, en Inde, en Équateur et ailleurs, qui ont tenté pendant des années d’utiliser les armes du droit existant pour mettre les multinationales et leurs dirigeants face à leurs responsabilités. Parallèlement à la France, d’autres pays européens débattent de législations similaires – ce qui prouve à quel point le sujet est à l’ordre du jour. Dans les enceintes onusiennes comme le Conseil des droits de l’homme ou l’Organisation internationale du travail, les discussions se poursuivent sur des instruments de droit international visant à donner, comme la loi française, une effectivité juridique à la responsabilité des multinationales.

Pour un lecteur non averti, tout ceci pourrait peut-être paraître irréel. Nous ne sommes pas préparés, culturellement et historiquement, à imaginer une multinationale ou un patron d’entreprise dans un tribunal, devant un juge, obligés de répondre de leurs actes, sauf peut-être dans les cas les plus flagrants d’escroquerie ou de corruption. Les tribunaux sont faits pour les délinquants et les criminels ordinaires, en chair et en os, dont les actions sont clairement identifiables, avec des conséquences tout aussi claires sur la vie humaine ou l’intégrité des personnes et des biens.

Par comparaison, la délinquance ou la criminalité « en col blanc » – celle des spéculateurs, des fraudeurs fiscaux, des hommes d’affaires et des cadres d’entreprise – ne nous apparaît pas avec le même sens de gravité et d’immédiateté, même si ses conséquences directes ou indirectes peuvent être beaucoup plus sérieuses. Nous imaginons facilement juger l’assassin qui aurait fait une seule victime, et non juger l’entreprise ou le dirigeant dont les décisions froides ont directement entraîné une pollution, la commercialisation de produits dangereux ou un affaiblissement des règles de sécurité affectant la vie de centaines de riverains, de consommateurs ou de travailleurs.

Il y a de bonnes raisons à cela. Lorsqu’il est question d’abus de la part de multinationales, les actions, les processus de décision qui ont mené à ces actions, les causes et les chaînes de responsabilité sont souvent complexes, diffus et délicats à déterminer. Mais cette difficulté ne signifie pas qu’il n’y ait pas effectivement décision, action et nécessité de répondre de leurs conséquences. L’impression de discontinuité et de distance entre les décisions apparemment « impersonnelles » prises dans les salles de réunion des sièges des multinationales et leurs conséquences très concrètes pour les gens et pour la nature, parfois à l’autre bout du monde, est précisément ce qui facilite les abus et laisse libre cours à la seule recherche du profit financier.

Ramener les multinationales et leur pouvoir au sein d’un véritable « état de droit »

Parfois, ce principe d’irresponsabilité finit par entraîner des scandales de grande ampleur : effondrement au Bangladesh en 2013 de l’immeuble du Rana Plaza qui abritait des ateliers textiles travaillant pour de grandes marques occidentales ; marées noires avec leurs déversements de pétrole comme celles de l’Erika, de Chevron-Texaco dans l’Amazonie équatorienne ou celles qui polluent au quotidien le delta du Niger ; pollutions chimiques à grande échelle comme à Bhopal en Inde ; collaboration avec des dictatures ou des groupes terroristes. Mais il régit aussi, au quotidien, d’innombrables décisions prises par les directions d’entreprise, dont nous sentons indirectement les conséquences dans nos vies et qui font du monde d’aujourd’hui ce qu’il est, avec ses multiples défis sociaux, politiques et environnementaux.

En ce sens, la loi sur le devoir de vigilance n’est pas une loi « de niche » qui n’intéresserait que les ONG de solidarité internationale ou les défenseurs de l’environnement. La place croissante et, pour être clair, le pouvoir des multinationales – elles-mêmes de plus en plus dominées par les marchés financiers et leur logique de profit à court terme – sont aujourd’hui une réalité qui dépasse largement la seule sphère économique. Impossible d’y échapper. Elle engage nos modes de vie, la préservation des écosystèmes et du climat, notre cohésion sociale elle-même, au sein de chaque pays et entre pays. Ce pouvoir est aussi de plus en plus contesté par une grande partie de l’opinion publique, par les communautés qui accueillent (et souvent subissent) ces activités, et parfois par les travailleuses et travailleurs des multinationales eux- mêmes. Une forme de contrat social semble s’être rompue.

Face à ce constat, la tentation de beaucoup est d’en appeler simplement à une réaffirmation du pouvoir politique face aux pouvoirs économiques, d’exiger des autorités publiques qu’elles (ré)imposent enfin leurs règles et leurs volontés aux acteurs économiques et fassent primer l’intérêt général sur les intérêts privés. Difficile d’être en désaccord. Mais il ne faut pas non plus passer à côté de ce qui fait la spécificité de ce « pouvoir » qui est celui des multinationales, qui justement ne fonctionne pas sur le modèle de celui des États et ne s’oppose pas frontalement à eux – sauf, bien sûr, cas extrêmes. C’est un pouvoir de fait qui s’exerce dans les creux du pouvoir politique et de la législation, en occupant tout l’espace de ce qui n’est pas expressément interdit et effectivement sanctionné par les pouvoirs publics, ou en jouant de l’« extraterritorialité » que lui permet sa dimension multinationale par rapport aux frontières administratives et judiciaires. Il s’exerce aussi d’une certaine façon par le droit, en s’appuyant sur un « droit des affaires » qui le rend invisible et quasi naturel – par exemple celui des accords de libre-échange. C’est pourquoi le terrain juridique est tout aussi important que les terrains politique et économique face aux abus des multinationales.

Au fond, l’enjeu est de maintenir ou de ramener les multinationales et leur pouvoir au sein d’un véritable « état de droit » et d’un espace public démocratique. Les grands principes des droits de l’homme et des libertés civiles se sont construits, historiquement, en réponse à l’arbitraire des monarchies absolues ; il faut aujourd’hui les protéger ou les reconstruire face à ces nouveaux despotes que sont les grandes entreprises et les marchés financiers.

Le devoir de vigilance se situe en ce sens à l’une des plus importantes « frontières » actuelles de notre démocratie – une démocratie de plus en plus mondialisée et de plus en plus soumise aux pouvoirs économiques. C’est un outil et un point d’appui pour rééquilibrer, à la fois de l’intérieur et de l’extérieur des entreprises, un système de plus en plus biaisé en faveur des puissances de l’argent. Son avenir et la manière dont il sera mis à profit restent aujourd’hui à écrire.

Olivier Petitjean

Ce texte est tiré de l’introduction du livre d’Olivier Petitjean : Devoir de vigilance. Une victoire contre l’impunité des multinationales, 2019, éditions Charles Léopold Mayer, 174 pages, 10 euros.

mardi, 22 octobre 2019

Hans-Dietrich Sander †

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Hans-Dietrich Sander †

Ex: http://www.neue-ordnung.at

Hans-Dietrich Sander, Brecht-Schüler, Autor so wirkmächtiger Bücher wie „Der Nationale Imperativ“ und „Die Auflösung aller Dinge“ sowie Herausgeber der Zeitschrift Staatsbriefe, ist in der Nacht vom 24. auf dem 25. Jänner 2017 im Alter von 88 Jahren verstorben. Wie kaum ein anderer Publizist hat sich Sander, vor allem in den Staatsbriefen, für eine Wiederbelebung der ghibellinischen Reichsidee eingesetzt, die Deutschland eine zentrale Rolle im europäischen Staatenverbund zuweist. Den Rang, den Sander im intellektuellen Diskurs der Bundesrepublik über lange Zeit hinweg einnahm, hat unter anderem der 2005 verstorbene SPD-Politiker Peter Glotz in folgende bezeichnende Worte gefaßt: „Was verhütet werden muß“, so Glotz 1989, sei, daß Sanders „stilisierte Einsamkeit, diese Kleistsche Radikalität wieder Anhänger findet. Schon ein paar Tausend wären zu viel für die zivile parlamentarische Bundesrepublik“. Zuletzt war Sander unter anderem für die Neue Ordnung tätig, für die er als ständiger Autor scharfe Analysen über das politische System der Bundesrepublik beisteuerte. Sander hat es weder sich noch anderen leichtgemacht; wohl ein Grund, warum Armin Mohler ihn als „unbequemsten Vertreter der Neuen Rechten“ einstufte.


1928 in einem kleinen mecklenburgischen Dorf geboren, durchlebte Sander den Zweiten Weltkrieg, den er vor allem in Form von Luftangriffen kennenlernte, als Marinehelfer. Den Anklagen, die nach Kriegsende gegen die Deutschen erhoben wurden, stand der von Anfang an skeptisch gegenüber. Er verstand sich, wie er einmal schrieb, als „Reichsdeutscher, der in der Stunde Null nur angeritzt wurde“. Nach dem Krieg studierte Sander 1948/49 Theologie an einer kirchlichen Hochschule und von 1949 bis 1952 Theaterwissenschaften, Germanistik und Philosophie an der Freien Universität in Westberlin. Der Einfluß von Bertold Brecht dürften für Sanders kurzes Engagement für den Kommunismus verantwortlich gewesen sein. 1952 übersiedelte er nach Ostberlin. Dort war er bis 1956 als Dramaturg und Theaterkritiker tätig. Schon bald aber brach Sander mit dem kommunistischen System und siedelte 1957 zurück in die BRD, wo er von 1958–1962, gefördert von Hans Zehrer – von 1929–1933 Herausgeber der Monatszeitschrift Die Tat, dem einflußreichsten Organ der Jungkonservativen –, als Journalist und Literaturkritiker bei der Tageszeitung Die Welt tätig war.


sanderLA.jpg1969 promovierte Sander bei Hans-Joachim Schoeps in Erlangen zum Dr. phil. Der Titel seiner Promotionsschrift lautete „Marxistische Ideologie und allgemeine Kunsttheorie“; Sander setzte sich hier insbesondere mit der Kunstkonzeption von Marx und Engels auseinander. Es war wohl insbesondere der Einfluß des Staatsrechtlers Carl Schmitt, mit dem er bis 1981 brieflich in Kontakt stand, der ihn in dieser Zeit mehr und mehr zu rechtskonservativen Auffassungen tendieren ließ. Von 1964–1974 arbeitete er für das Deutschland-Archiv. In dieser Zeit gestaltete er gelegentlich auch Rundfunkfeuilletons für öffentlich-rechtliche Sender. Sanders „Geschichte der Schönen Literatur in der DDR“ (1972) löste eine heftige Kampagne aus, in deren Folge der Verlag das Buch aus dem Vertrieb zog. Sander verlor nun zunehmend an publizistischem Spielraum. Alternativen fand er unter anderem bei Caspar von Schrenck-Notzings Zeitschrift Criticón.


1980 erschien aus Sanders Feder ein Buch, mit dem er seinen Rang als exponierten Intellektuellen der Neuen Rechten nachhaltig unterstrich, nämlich „Der nationale Imperativ – Ideengänge und Werkstücke zur Wiederherstellung Deutschlands“. Zu diesem „Imperativ“ gehörte aus seiner Sicht auch die Rückgewinnung der ostdeutschen wie der deutsch-österreichischen Gebiete, soll es zu einer Wiederherstellung des Deutschen Reiches kommen. 1991 stellte Sander in einem Beitrag für die Staatsbriefe („Das Reich als politische Einheit der Deutschen“) ultimativ fest: „Die Deutschen brauchen das Reich. Europa braucht das Reich. Die Welt braucht das Reich … Reich oder Chaos! Tertium non datur.“


Von 1983–1986 war Sander dann als Chefredakteur der Deutschen Monatshefte tätig und von 1986–88 Mitarbeiter bei Nation und Europa. 1988 publizierte er ein Buch, das immer wieder als sein Hauptwerk charakterisiert wird, nämlich „Die Auflösung aller Dinge – Zur geschichtlichen Lage des Judentums in den Metamorphosen der Moderne“, das als erstes Buch nach 1945 den „Rubikon“ – wie es Jürgen Habermas einmal formulierte – einer kritischen Neusichtung der „deutsch-jüdischen Frage“ „unter dem Gesichtspunkt der politischen Eschatologie“ überschritt. Sander definierte hier unter anderem den Begriff der „Entortung“ als zentrales Kennzeichen der Auflösungsprozesse der Moderne. Von bleibender Bedeutung sind auch die darin enthaltenen „Thesen zum Dritten Reich“.


1990 erfolgte schließlich die Gründung die Zeitschrift Staatsbriefe, die er elf Jahre, bis 2001, herausgab. Die Staatsbriefe, die sich auch als eine Art Pendant zur Tat von Hans Zehrer begriffen, wollten im Dienste einer „Renaissance des nationalen Denkens“ stehen. Als Emblem diente der Grundriß des Castel del Monte, erbaut in der Zeit jenes Stauferkaisers, der für Sander eine Art Leitfigur der ghibellinischen Reichsidee darstellte: Friedrich II. Dieser verkörpere „den deutschen Reichsgedanken“ „in maximaler Reinheit“. Zu den Mitarbeitern der ersten Stunde zählten unter anderem Armin Mohler, Günter Zehm, Hans-Joachim Arndt, Günter Maschke Robert Hepp und Salcia Landmann. Die Hoffnungen, die Sander mit den Staatsbriefen verknüpfte, ließen sich indes nicht einlösen. Die Staatsbriefe blieben letztlich eine randständige Publikation; zudem verließen etliche renommierte Autoren nach und nach die Zeitschrift.


sander3.jpgSander hat nie einen Hehl daraus gemacht, daß er die Bundesrepublik für nicht reformierbar hielt. Beide deutsche Staaten seien unter Kuratel der Besatzer entstanden, was unter anderem für eine Negativauslese im Hinblick auf die Eliten gesorgt habe. Dennoch sei nichts verloren: Die Deutschen bräuchten „sich nur innerlich aufzuraffen“, so Sander im „Nationalen Imperativ“, „um sich der brüchigen alten Zustände der Innen- und Außenpolitik zu entledigen, wieder auf die überlieferten, immer noch wirkenden Tugenden zu setzen und neue Formen und Ziele zu wagen, die in Richtung auf einen neuen Machtstaat, eine neue Großmacht drängen, die den Nachbarn durchaus zuzumuten wäre, weil durch nichts sonst das schutzbedürftige Europa noch gerettet werden kann.“ Diese Sätze können, in einer Zeit, in der Europa durch die Auswirkungen der „Flüchtlingskrise“ schutzbedürftiger denn je ist, durchaus als Vermächtnis Sanders nicht nur an die Deutschen gelesen werden.
MWH

Literaturempfehlungen

Hans-Dietrich Sander: „Der ghibellinische Kuß“, Band 1/10 der Gesamtausgabe, herausgegeben von Heiko Luge, Arnshaugk Verlag, Neustadt an der Orla 2016, 208 S., geb., 22 Euro
Hans-Dietrich Sander: Politik und Polis, Band 2/10 der Gesamtausgabe, herausgegeben von Heiko Luge, Arnshaugk Verlag, Neustadt an der Orla 2016, 271 S., geb., 26 Euro
Sebastian Maaß: „Im Banne der Reichsrenaissance“: Gespräch mit Hans-Dietrich Sander, Regin Verlag, Kiel 2011, 128 S., brosch., 14,95 Euro
Heiko Luge (Hg.): Grenzgänge. Liber amicorum für den nationalen Dissidenten Hans-Dietrich Sander, ARES Verlag, Graz 2008, 352 S., geb. 29,90 Euro

lundi, 21 octobre 2019

Marche républicaine à l’Universel : l’ultralibéralisme, poison républicain

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Marche républicaine à l’Universel : l’ultralibéralisme, poison républicain

par Antonin Campana

Ex: http://www.autochtonisme.com

 

Nous croyons à tort que l’ultralibéralisme, c’est-à-dire la société ouverte par la déréglementation des marchés et du travail, la concurrence libre et non faussée, la circulation sans entraves des marchandises, des hommes et des capitaux… est d’apparition récente. Pourtant, l’ultralibéralisme est inscrit dans le projet républicain dès le début de la révolution dite « française ». Quoi d’étonnant, quand on sait que cette révolution fut conduite par une bourgeoisie d’affaires qui avait pour seul objectif de défendre ses intérêts, dussent-ils aller à l’encontre de ceux du peuple ?

Le processus de mondialisation ultralibéral ne s’est pas déclenché par hasard, par accident ou en raison de l’évolution des techniques ou de l’économie. Ce processus a d’abord été fantasmé avant d’être expérimenté il y a déjà plus de deux siècles. Grâce au coup d’Etat de 1789, la bourgeoisie d’affaires a pu légalement se doter de tous les outils nécessaires au déclenchement de cette expérimentation. L’objectif était d’installer une économie sans frontières et sans règles, une économie fondée sur l’exploitation d’une masse humaine atomisée par une petite minorité organisée et concentrant tous les pouvoirs.

Pour les républicains, la liberté de faire commerce fait partie des droits de l’homme car « La liberté consiste à pouvoir faire tout ce qui ne nuit pas à autrui » (art. 4 de la Déclaration des droits de l’Homme, rédigée par eux). De plus, la protection de la propriété est un devoir sacré. L’individu doit pouvoir en disposer librement. Dans son projet de Constitution présenté à la Convention le 15 février 1793, Condorcet (le concepteur d’un système métrique qui se voulait lui aussi universel) énonce :

  • Que la « Propriété » fait partie des droits civils, naturels et politiques des Hommes (article 1)
  • Que  « Le droit de propriété consiste en ce que tout homme est le maître de disposer à son gré de ses biens, de ses capitaux, de ses revenus et de son industrie » (article18)
  • Que « Nul genre de travail, de commerce, de culture, ne peut lui être interdit ; il peut fabriquer, vendre et transporter toute espèce de production. (article 19)
  • Que « Tout homme peut engager ses services, son temps ; mais il ne peut se vendre luimême » (article 20)
  • Que « Nul ne peut être privé de la moindre portion de sa propriété sans son consentement » (article 21)
  • Qu’Il y a « oppression » lorsqu'une Loi viole le droit de propriété qu'elle doit garantir, droit faisant partie (art. 1) des « droits naturels, civils et politiques » (article 32)

De tout cela il ressort que le financier, l’industriel ou l’oligarque peut jouir comme il l’entend des capitaux ou des moyens de production qu’il s’est appropriés : il peut donc délocaliser ses industries, fermer ses usines, transférer à l’étranger des capitaux. Il peut aussi, disposant à son gré de cette industrie, substituer des travailleurs étrangers aux travailleurs français. Toute volonté de restreindre le droit d’un individu à délocaliser ou fermer des usines, toute volonté d’instaurer une limite au mouvement des capitaux, toute volonté de réglementer le fonctionnement des moyens de production est assimilable à une « oppression ».

La société que propose ici Condorcet est une société complètement déréglementée : chacun doit pouvoir exercer le métier, le commerce ou l’activité de son choix, quand il le souhaite et comme il le souhaite (« Nul genre de travail, de commerce, de culture, ne peut lui être interdit ; il peut fabriquer, vendre et transporter toute espèce de production »). Cela veut dire, ramené à notre époque, qu’il n’y a plus besoin de licence pour conduire un taxi, d’avoir un diplôme particulier pour vendre des  médicaments ou d’obtenir une autorisation pour commercer le dimanche. La proposition de Condorcet ne fait que traduire les dispositions de la loi du 2-17 mars 1791 (décret d’Allarde) qui en son article 7 énonce : « A compter du 1er avril prochain, il sera libre à toute personne de faire tel négoce ou d’exercer telle profession, art ou métier qu’elle trouvera bon… ».

En matière de déréglementation et de dérégulation, l’ultralibéralisme de la période révolutionnaire est bien plus radical que celui d’aujourd’hui. Ainsi, le décret d’Allarde (1791) avait autorisé n’importe quel citoyen à exercer n’importe quel métier. Certains, sans aucune connaissance particulière en médecine ou pharmacie, se sont autorisés à se dire médecin ou pharmacien. Du coup, les formations et diplômes correspondants n’ont plus eu aucune raison d’être. Une loi du 18 août 1792 a donc supprimé la Faculté de médecine. L’année suivante, un décret du 15 septembre 1793 établissait  " la dissolution et la fermeture des Facultés et organisations enseignantes". En quelques semaines, des institutions existant depuis plusieurs siècles ont totalement disparu du territoire : Ecoles de Médecine mais aussi Collège de Chirurgie, Collège de Pharmacie, Académie de Chirurgie, société Royale de Médecine, sociétés scientifiques… Les conséquences furent immédiates. Des milliers de charlatans sans formation exercèrent désormais librement la médecine et la pharmacie. De nombreux patients le payèrent de leur vie. Le scandale était tel que le pouvoir républicain fut obligé de réviser les principes ultralibéraux proclamés. Le rapport de Barras au Directoire (16 janvier 1798) nous laisse clairement entrevoir l’ampleur du problème :

«  Le public est victime d’une foule d’individus peu instruits qui, de leur autorité, se sont érigés en maîtres de l’art, qui distribuent des remèdes au hasard, et compromettent l’existence de plusieurs milliers de citoyens… O citoyens représentants, la patrie fait entendre ses cris maternels et le Directoire en est l’organe ! C’est bien pour une telle matière qu’il y a urgence : le retard d’un jour est peut-être un arrêt de mort pour plusieurs citoyens !… Qu’une loi positive astreigne à de longues études, à l’examen d’un jury sévère, celui qui prétend à l’une des professions de l’art de guérir; que la science et l’habitude soient honorées, mais que l’impéritie et l’ignorance soient contenues; que des peines publiques effraient la cupidité et répriment des crimes qui ont quelque ressemblance avec l’assassinat ! ».

Pour endiguer la catastrophe sanitaire, les révolutionnaires avaient rétabli en 1794 des écoles de santé. Cependant, ces écoles étaient consacrées aux seuls militaires et ne remettaient pas en cause la « liberté de faire tel négoce ou d’exercer telle profession ». Il faudra attendre la loi du 10 mars 1803 pour que l’exercice de la médecine soit soumis à une formation et à la réussite à des examens officiels ! Belle réussite !

Il va de soi que ces déréglementations auraient été impossibles dans le cadre de l’ordre social traditionnel. Cet ordre protégeait l’exercice des métiers et régulait de telle sorte le marché du travail qu’il était impossible de le « libéraliser ». Par « libéraliser », il faut comprendre : « laisser le renard libre dans le poulailler libre ». Il reviendra à la Révolution d’introduire le renard dans le poulailler, non sans s’être assuré auparavant que les poules étaient dans l’incapacité de se rassembler face au prédateur. Au nom de la liberté du travail, on va ainsi interdire les corporations, maîtrises, jurandes par le décret d’Allarde (mars 1791). La loi Le Chapelier (14 juin 1791) fera un délit du rassemblement des ouvriers et des paysans en vue de défendre leurs intérêts. On appellera cela le « délit de coalition ». Toute coalition ouvrière sera punie d’emprisonnement. La grève est interdite. Les coalitions patronales, quant à elles, seront autorisées à condition qu’elles n’aient pas pour objectif de faire baisser les salaires.  Comme le voulait Condorcet, tout individu pourra vendre son service et son temps… aux conditions fixées par son employeur. Certes, il ne pourra se vendre lui-même, mais, comme aux Etats-Unis ou la conditions des ouvriers blancs du Nord industriel sera aussi misérable que celle des esclaves noirs du Sud agricole, la condition ouvrière en France sera assimilable à un esclavage de fait.

A la libéralisation du travail et à l’esseulement de l’ouvrier exploité s’ajoute l’ouverture complète du marché. Le décret de l’Assemblée du 30 et 31 octobre 1790 supprime les douanes intérieures. Les douanes extérieures seront bientôt repoussées jusqu’aux frontières des pays conquis, avec un tarif national douanier unique s’appliquant aussi bien en France, qu’en Italie, Espagne, Suisse, Belgique, Pays Bas ou Allemagne. Mais ces frontières européennes elles-mêmes ne doivent-elles pas être abolies ? Car la République est « universelle, une et indivisible » proclame le député du Cantal Jean-Baptiste Milhaud en 1792. Autrement dit, le « morcellement politique » et les « corporations nationales » doivent être supprimés au nom de « l’indivisibilité du monde » ajoute le député Anacharsis Cloots (1792). Il faut abattre les frontières et installer une « gouvernance globale » ou plutôt, dans le langage du XVIIIe siècle : un « sénat du genre humain », une « législature cosmopolite » (Cloots) ou un « Congrès du Monde entier » (Chénier, 1792).

La République universelle projetée par les révolutionnaires se confond avec le marché unique planétaire. Ecoutons Cloots, qui annonce l’immigration  de peuplement, la monnaie unique, le marché libre, globalisé et homogène ainsi  que l’âge d’or du négoce et des manufactures : « les peuples sauront franchir les barrières pour s’embrasser fraternellement. C’est alors que les vicissitudes du change monétaire, du commerce maritime et continental ne troubleront plus la valeur des marchandises. La nourriture, le vêtement, la santé, la tranquillité, ne dépendront plus de spéculations et de l’agiotage des corporations étrangères. La circulation des subsistances et des médicaments ne trouvera aucun obstacle nulle part (…) Le bon prix  se soutiendra partout par les nombreux canaux d’un commerce permanent et invariable, par la concordance des poids et mesures (…) Les négociants ne craindront plus les flétrissures de l’infâme banqueroute. L’agriculture et les manufactures, jamais troublées par la guerre, ne se ressentiront point de l’inclémence locale des saisons…. ». (Discours à la barre de l’Assemblée nationale au nom des Imprimeurs, 9 sept. 1792)

Pour finir, Anacharsis Cloots promet d’étendre au reste de l’Europe et à toute la terre le « commerce sans entraves, sans bornes et sans limites » qui unit, dit-il, la France et les provinces conquises en Espagne, en Italie et en Allemagne. Et il termine par ces mots : « L’Univers formera un seul Etat, l’Etat des Individus-Unis (…), la République-Universelle ».

En conclusion, il est tout à fait clair que le processus de mondialisation, la fin des Etats nations, la dérégulation, la déréglementation, la loi absolue du marché, l’effacement des frontières, la libre circulation des hommes et des marchandises, la volonté d’esseuler l’individu face à l’employeur… ont été pensés, voulus et construits, brique à brique, par une république qui se voulait universelle. Nous vivons aujourd’hui l’aboutissement d’une grande marche globaliste commencée en 1789. Notons que cette marche a été cependant ralentie par des luttes autochtones. Des rapports de force favorables ont parfois obligé le régime à reculer : ainsi du retour des professions réglementées, de l’abrogation du délit de coalition, de la loi sur la création des syndicats ou de la loi sur les associations. Cependant, nous voyons bien que, globalement, ce sont les conceptions de la bourgeoisie d’affaires de 1789 qui déterminent  aujourd’hui la nature du marché et son organisation. Le marché est libre, sans entrave et sans bornes comme le voulait Cloots. Les syndicats ne sont plus que des auxiliaires du pouvoir. L’offensive pour déréglementer à nouveau les professions, notamment celles du droit, de la médecine et de la pharmacie, a recommencé. Le code du travail, code protecteur s’il en est, conquis de haute lutte, est progressivement démantelé. Le contrat collectif de travail, conquis de haute lutte lui-aussi, s’efface devant un contrat individuel à la carte. Quant aux frontières, symboliques, elles  n’empêchent ni la libre circulation des hommes, ni celle des capitaux, ni celle des marchandises.

On reconnaît l’arbre à ses fruits, dit-on. Avec de telles racines républicaines, l’ultralibéralisme ne pouvait produire que des fruits empoisonnés.

Antonin Campana

samedi, 19 octobre 2019

Les caractères des décadences impériales

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Les caractères des décadences impériales

Nicolas Bonnal

Sir John Glubb et la décadence impériale

theylive.jpgOn parle beaucoup dans le monde antisystème de la chute de l’empire américain. Je m’en mêle peu parce que l’Amérique n’est pour moi pas un empire ; elle est plus que cela, elle est l’anti-civilisation, une matrice matérielle hallucinatoire, un virus mental et moral qui dévore et remplace mentalement l’humanité  – musulmans, chinois et russes y compris. Elle est le cancer moral et terminal du monde moderne. Celui qui l’a le mieux montré est le cinéaste John Carpenter dans son chef-d’œuvre des années 80, They Live. Et j’ai déjà parlé de Don Siegel et de son humanité de légumes dans l’invasion des profanateurs, réalisé en 1955, année flamboyante de pamphlets antiaméricains comme La Nuit du Chasseur de Laughton, le Roi à New York de Chaplin, The Big Heat de Fritz Lang.

On assiste néanmoins, certes, à un écroulement militaire, moral des américains et autres européens qui se font régulièrement humilier (sans forcément s’en apercevoir, tant ils sont devenus crétins) par les russes, les chinois et même par des iraniens présumés attardés…

Il faut alors rappeler ce qui motive ces écroulements impériaux. Je l’ai fait maintes fois en étudiant la décadence romaine à partir de textes tirés de la grande littérature romaine, agonisante du reste, puisqu’au deuxième siècle, après le siècle d’Auguste comme dit Ortega Y Gasset, les romains deviennent bêtes (tontos) comme les ricains, les franchouillards branchés et les Bozo britishs d’aujourd’hui. J’ai aussi rappelé dans trois brefs essais sur Ibn Khaldun les causes de la décadence morale du monde arabe.

Hervé nous a donné à connaître Glubb, personnage charmant et décati, qui me fait penser à l’oncle de Purdey dans l’un de mes « chapeau melon et bottes de cuir » préféré, oncle qui déclare que « tous les empires se sont cassé la gueule ». Dans cette série les méchants sont souvent et comme par hasard des nostalgiques de la grandeur impériale…

glubb.jpgTémoin donc de la désintégration de l’empire britannique causée par Churchill et Roosevelt, militaire vieille école, Glubb garde cependant une vision pragmatique et synthétique des raisons de nos décadences.

Commençons par le résumé donc de Glubb. Causes de la grandeur :

« Les étapes de la montée et de la chute de grandes nations semblent être:

– L’âge des pionniers (explosion)

– L’ère des conquêtes

– L’ère du commerce

– L’âge de la richesse

– L’âge de l’intellect, particulièrement dangereux…

Puis Glubb donne les causes de la décadence historique :

« La décadence est marquée par :

– une culture de la défensive (nous y sommes en plein avec Trump en ce moment)

– Le pessimisme (pensez au catastrophisme financier, économique climatique, avec cette Greta barbante qui insulte ses victimes consentantes).

– Le matérialisme (vieille lune, Ibn Khaldun ou Juvénal en parlant déjà)

– La frivolité (Démosthène en parle dans son épistèmé, traité sur la réforme, les athéniens passant leur temps au théâtre)

– Un afflux d’étrangers qui finit par détraquer le pays (Théophraste en parle au quatrième siècle, avant l’écroulement athénien, dans ses caractères)

– L’Etat providence. C’est très bien que Glubb en parle, à la manière de Tocqueville (Démocratie II, p. 380), de Nietzsche (« nous avons inventé le bonheur ! », au début de Zarathoustra) et du méconnu australien Pearson. Pearson résume en un trait-éclair : le prophète et le héros sont devenus des femmes de ménage. Ou des bureaucrates humanitaires ?

– Un affaiblissement de la religion. »

Sur ce dernier point, on évoquera Bergoglio qui est passé comme une lettre à la poste chez les cathos zombis qui lui sont soumis. La religion catholique canal historique n’intéresse plus les ex-chrétiens, à part une poignée d’oasis, comme l’avait compris le pape éconduit Benoit XVI. Le Figaro-madame faisait récemment sans barguigner la pub d’une riche catho, bourgeoise, mariée à une femme, et qui allait à la messe le dimanche…

Bloy, Drumont, Bernanos observaient la même entropie en leur temps. Sur le journal La Croix, qu’embêtait la manif anti-PMA récemment, Léon Bloy écrivait vers 1900 dans son journal : « Pour ce qui est de la Croix, vous connaissez mes sentiments à l’égard de cette feuille du Démon, surtout si vous avez lu la préface de Mon Journal. »

coolconquest.jpgToutes ces causes se cumulent aujourd’hui en occident. Glubb écrit à l’époque des Rolling stones et on comprend qu’il ait été traumatisé, une kommandantur de programmation culturelle (l’institut Tavistock ?!) ayant projeté l’Angleterre dans une décadence morale, intellectuelle et matérielle à cette époque abjecte. C’est l’effarante conquête du cool dont parle le journaliste Thomas Frank. En quelques années, explique Frank notre nation (US) n’était plus la même. Idem pour la France du gaullisme, qui rompait avec le schéma guerrier, traditionnel et initiatique de la quatrième république et nous fit rentrer dans l’ère de la télé, de la consommation, des supermarchés, de salut les copains, sans oublier mai 68. Je ne suis gaulliste que géopolitiquement, pour le reste, merci… Revoyez Godard, Tati, Etaix, pour reprendre la mesure du problème gaulliste.

Glubb explique ensuite le raisons (surtout morales, de son point de vue de militaire de droite) de la décadence…

« La décadence est due à:

-Une trop longue période de richesse et de pouvoir

– L’Égoïsme

– L’Amour de l’argent

-La perte du sens du devoir. »

Très bien dit. Il semble que la date charnière de l’histoire de France, après le beau baroud d’honneur de la quatrième république, soit la reddition algérienne du gaullisme. Après on a consommé et on s’est foutu de tout : les bidasses, la septième compagnie prirent le relais de Camerone, de Dien-Bien-Phu…

Jusque-là Glubb nous plait mais il ne nous a pas surpris. Trouvons des pépites dans ce bref aperçu des écrits de Glubb tout de même :

« Les héros des nations en déclin sont toujours le même, l’athlète, le chanteur ou le acteur. Le mot ‘célébrité’ aujourd’hui est utilisé pour désigner un comédien ou un joueur de football, pas un homme d’État, un général ou un littéraire génie. »

Et comme notre homme est un arabisant distingué, il parle de la décadence arabe – citant lui le moins connu mais passionnant Ibn Ghazali.

« Dans la première moitié du neuvième siècle, Bagdad a connu son apogée en tant que plus grande et la plus riche ville du monde. Dans 861, cependant, le Khalif régnant (calife), Mutawakkil, a été assassiné par ses turcs mercenaires, qui ont mis en place une dictature militaire, qui a duré environ trente ans.

Au cours de cette période, l’empire s’est effondré, les divers dominions et provinces, chacun en recherchant l’indépendance virtuelle et à la recherche de ses propres intérêts. Bagdad, jusque-là capitale d’un vaste empire, a trouvé son autorité limitée à l’Irak seul. »

Cet écroulement provincial fait penser à notre Europe pestiférée, à l’Espagne désintégrée du binôme Sanchez-Soros, et évoque ces fameuses taifas, micro-royaumes écrabouillés un par un par les implacables et modernes rois catholiques.

Glubb ajoute :

« Les travaux des historiens contemporains de Bagdad au début du Xe siècle sont toujours disponibles. Ils ont profondément déploré la dégénérescence des temps dans lesquels ils vivaient, en insistant sur l’indifférence de la religion, le matérialisme croissant, le laxisme de la morale sexuelle. Et ils lamentaient aussi la corruption des fonctionnaires du gouvernement et le fait que les politiciens semblaient toujours amasser de grandes fortunes quand ils étaient en fonction. »

glubbF.jpgDétail chic pour raviver ma marotte du présent permanent, Glubb retrouve même trace des Beatles chez les califes !

« Les historiens ont commenté amèrement l’influence extraordinaire acquise par les populaires chanteurs sur les jeunes, ce qui a entraîné un déclin de la moralité sexuelle. Les chanteurs « pop » de Bagdad ont accompagné leurs chansons érotiques du luth (sic), un instrument ressemblant à la guitare moderne. Dans la seconde moitié du dixième siècle, en conséquence, le langage sexuel obscène est devenu de plus en plus utilisé, tels qu’ils n’auraient pas été tolérés dans un âge précoce. Plusieurs califes ont émis des ordres pour interdire les chanteurs «pop» de la capitale, mais en quelques années ils revenaient toujours. »

Glubb dénonce le rôle de la gendarmerie féministe (voyez Chesterton, étudié ici…) :

« Une augmentation de l’influence des femmes dans la vie publique a souvent été associée au déclin international. Les derniers Romains se sont plaints que, bien que Rome ait gouverné le monde, les femmes gouvernassent Rome. Au dixième siècle, une semblable tendance était observable dans l’empire arabe, les femmes demandant l’admission à des professions jusque-là monopolisées par les hommes. »

Affreux sexiste, Glubb ajoute :

« Ces occupations judiciaires et administratives  ont toujours été limitées aux hommes seuls. Beaucoup de femmes pratiquaient le droit, tandis que d’autres ont obtenu des postes à l’université, de professeurs. Il y avait une agitation pour la nomination de femmes juges qui, cependant, ne semble pas avoir réussi. »

Sur ce rôle de la manipulation de la « libération » de la femme, qui n’a rien à voir avec l’égalité des droits, dans la décadence des civilisations, je recommanderai le chef d’œuvre sur Sparte de mon ami d’enfance Nicolas Richer, fils de Jean Richer, l’éclaireur de Nerval.

Et je célébrerai aujourd’hui cette pépite, à une époque où l’histoire devient une caricature au service de lobbies toujours plus tarés :

« Alternativement, il existe des écoles «politiques» de l’histoire, inclinée pour discréditer les actions de nos anciens dirigeants, afin de soutenir la modernité des mouvements politiques. Dans tous ces cas, l’histoire n’est pas une tentative de déterminer la vérité, mais un système de propagande, consacré à l’avancement de projets modernes. »

Nietzsche écrit déjà dans sa deuxième dissertation inactuelle :

« Les historiens naïfs appellent « objectivité » l’habitude de mesurer les opinions et les actions passées aux opinions qui ont cours au moment où ils écrivent. C’est là qu’ils trouvent le canon de toutes les vérités. Leur travail c’est d’adapter le passé à la trivialité actuelle. Par contre, ils appellent « subjective » toute façon d’écrire l’histoire qui ne considère pas comme canoniques ces opinions populaires. »

Terminons avec Glubb, qui donne deux siècles et demi à chaque empire, l’anglais, l’ottoman, l’espagnol y compris. On voit bien que l’empire américain n’en est pas un. C’est en tant que matrice subversive que l’entité-dollar-télé US est pernicieuse (Chesterton). Tout ce que Glubb dénonce dans l’intellectualisme si néfaste trouve en ce moment, avec la nouvelle révolution culturelle made in USA, un écho particulier. Tocqueville nous avait mis en garde : en démocratie, le pouvoir délaisse le corps et va droit à l’âme.

Sources :

Nicolas Bonnal – Mitterrand grand initié (Albin Michel) ; Chroniques sur la fin de l’histoire ; le livre noir de la décadence romaine (Amazon.fr)

Sir John Glubb – The Fate of Empires (archive.org)

Charles Pearson – National Life and character (archive.org)

Léon Bloy – L’invendable (wikisource.org)

LES PROLÉGOMÈNES D’IBN KHALDOUN (732-808 de l’hégire) (1332-1406 de J. C.), traduits en Français et commentés par W. MAC GUCKIN DE SLANE (1801-1878), (1863) Troisième partie, sixième section (classiques.uqac.ca)

Nietzsche – Deuxième considération inactuelle (wikisource.org) ; Ainsi parlait Zarathoustra

Ortega Y Gasset – L’ère des masses

Nicolas Richer – Sparte (Perrin)

Démosthène – Traité de la réforme (remacle.org)

Tocqueville – Démocratie en Amérique, I, 2.

Théophraste – Caractères, traduits par La Bruyère (ebooksgratuits.com)

Thomas Frank – The conquest of cool

Philippe Grasset – La grâce de l’histoire (mols)

dimanche, 06 octobre 2019

The Roots of Liberalism’s Contemporary Crisis

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The Roots of Liberalism’s Contemporary Crisis

Patrick J. Deneen
Why Liberalism Failed
New Haven, Ct./New York: Yale University Press, 2018

Patrick Deneen, a Professor of Political Science at the University of Notre Dame, wrote the present study in 2016, completing it shortly before Donald Trump’s election. In February 2019, a paperbound edition with a few revisions and a new Preface was published.

Why Liberalism Failed is a study comparing the basic assumptions of Lockean liberalism with its historical results as revealed in our own time.

Now, as the author points out, not everything we think of as liberalism originated in early modern times:

Many of the institutional forms of government that we today associate with liberalism were at least initially conceived and developed over long centuries preceding the modern age, including constitutionalism, separation of powers, separate spheres of church and state, rights and protections against arbitrary rule, federalism, rule of law, and limited government. Protection of rights of individuals and the belief in inviolable human dignity, if not always consistently recognized and practiced, were nevertheless philosophical achievements of premodern medieval Europe. Some scholars regard liberalism simply as the natural development, and indeed the culmination, of protoliberal thinking and this long period of development, and not as any sort of radical break from premodernity. (23)

However, there was certainly a significant conceptual break with classical ethico-political thought in the seventeenth century. Previous to this break, the tradition of thought stemming from Plato, Aristotle, Cicero, and their Christian heirs held liberty to be

the condition of self-governance, whether achieved by the individual or by a political community. Because self-rule was achieved only with difficulty – requiring an extensive habituation in virtue, particularly self-command and self-discipline over base but insistent appetites – the achievement of liberty required constraints upon individual choice. This limitation was achieved not primarily through promulgated law – though law had its place – but through extensive social norms in the form of custom. (xiii)

Classical and Christian ethical thought centered on “the duties of one’s station,” that “station” being the specific manner in which each person was embedded (usually from birth) in the larger social formations of family, economic class, and local community, each with its own preexisting customs and traditions.

This station in society was integral to one’s personal identity; one could no more exist outside that context than a tree could live without soil or light. Since desire is infinitely expansible, but the world is finite and must be shared with others, the desires of the individual must be limited by considerations of the common good. Hence, the duty to govern one’s appetites. Law stepped in only to deal with cases where self-control and habituation had failed.

The modern break from this tradition had a number of dimensions, but Deneen emphasizes three: first, the rejection of self-control through reason and habituation in favor of a paradigm in which the “pride, selfishness, greed and the quest for glory” of different groups within a society are harnessed to check the same passions in other groups (Machiavelli); second, traditional social, religious, economic, and familial structures, formerly “viewed as essential supports for a training in virtue, and hence preconditions for liberty,” came to be reinterpreted as sources of oppression, arbitrariness, and conflict from which individuals were to be liberated through rationally-based positive law (Descartes and Hobbes); and third, the understanding of nature as a cosmos of which man is a part was rejected in favor of a fundamental opposition between man and nature, with the latter serving as raw materials for human activity for “the easing of man’s estate” and the increase of his power (Bacon).

The protoliberal philosopher Thomas Hobbes even denied that rational self-control was possible: “Thoughts, are to the Desires, as Scouts, and Spies, to range abroad, and find the way to the things Desired.” Consistent with this understanding of man, Hobbes denied that liberty could meaningfully be understood as anything more than an absence of interference with desire: “if a man should talk to me of a free will, or any free, but free from being hindered by opposition, I should not say he were in an error, but that his words were without meaning, that is to say, absurd.” As Deneen comments: “liberalism in many cases attained its ends by redefining shared words and concepts and, through that redefinition, colonizing existing institutions with fundamentally different anthropological assumptions.”

Of course, Hobbes and his liberal successors understood that desires must be checked for society to function. But they made a conscious choice in favor of external constraints, holding that “the only limitation on liberty should be duly enacted laws consistent with maintaining order of otherwise unfettered individuals” (xiii). Freedom existed wherever the law was silent, and except as limited by law, desire might be satisfied without limit. Wealth, for example, could be safely maximized: “The public stock cannot be too great for the public use,” Hobbes wrote.

In a sense, though Deneen does not state this, the modern ethico-political conceptions are more primitive and probably older than those of classical thought. Even today the average child would have no difficulty grasping the concept of freedom as the absence of interference, or that of thought as a tool of desire. Understanding the concept of self-mastery requires greater maturity, and probably came along later in history, just as it does in the life of the average person. Pace Hobbes, however, it is both meaningful and observable: Anyone who has known a person unable to keep a credit card without getting himself deeply into debt can see that the classical concept of bondage to desire – and its corresponding ideal of liberty as self-mastery – is no absurdity. In modern psychology, conscientiousness is one of the five major dimensions of personality. Liberalism is based on an anthropological falsehood.

It has certainly revolutionized the world and produced at least some good effects, however. The most full-throated celebration of liberalism is known as the “Whig interpretation of history” that, in Deneen’s words, goes something like this:

The advent of liberalism marks the end of a benighted age, the liberation of humanity from darkness, the overcoming of oppression and arbitrary inequality, the descent of monarchy and aristocracy, the advance of prosperity and modern technology, and the advent of an age of nearly unbroken progress. Liberalism is credited with the cessation of religious war, the opening of an age of tolerance and equality, the expanding spheres of personal opportunity that today culminate in globalization and the ongoing victories over sexism, racism, colonialism, heteronormativity and a host of other prejudices. (27-28)

Of course, the notion that the distinction between men and women is an arbitrary prejudice from which the state must liberate us is a good clue that liberalism has turned into a Frankenstein’s monster which is now out to devour its creator.

As Deneen sees it, liberalism has quietly remade the world in its own image, converting human beings into monadic individual wills impatient of restraint, accepting no duties they have not themselves chosen, and looking to the state to “liberate” them from the claims of their fellow man. Referring to Karl Polanyi’s The Great Transformation (1944), he writes:

The individual as a disembodied, self-interested economic actor didn’t exist in any actual state of nature but rather was the creation of an elaborate intervention by the incipient state in early modernity. Economic arrangements were separated from particular cultural and religious contexts in which those arrangements were understood to serve moral ends [such as] the sustenance of community order and the flourishing of families within that order. The replacement of this economy required a deliberate and often violent reshaping… most often by elite economic and state actors disrupting traditional practices. The “individuation” or people required people’s acceptance that their labor and its products were commodities subject to price mechanisms, a transformative way of considering people and nature alike in newly utilitarian and individualistic terms. This process was repeated countless times in the history of modern political economy: in efforts to eradicate the medieval guilds, in the enclosure controversy, in state suppression of “Luddites,” in state support for owners over organized labor, and in government efforts to empty the nation’s farmlands via mechanized, industrial farming. (51-52)

This emphasis on the ways both state power and market forces have been harnessed by liberalism constitutes one of the great merits of Deneen’s book. As he observes, most of today’s political debate opposes a “pro-market Right” to a “pro-state Left;” i.e., it occurs within liberalism, so that whichever side wins, the liberal project is advanced.

Liberalism is fundamentally hostile to culture which, properly speaking, consists in precisely the traditional social, religious, economic, and familial structures from which the individual is to be liberated. Culture is a “set of generational customs, practices and rituals that are grounded in local and particular settings” (64). It at once looks past the present generation and binds people to a social and geographical place. Liberalism abstracts from both time and place, fostering “a new experience of time as a pastless present in which the future is a foreign land; and . . . [rendering] place fungible and bereft of definitional meaning” (66).

A healthy culture is akin to healthy agriculture . . . that takes into account local conditions intends to maintain fecundity over generation, and so must work with the facts of given nature, not approach nature as an obstacle to the attainment of one’s unbounded appetites. Modern industrialized agriculture works on the liberal model that apparent natural limits are to be overcome through short-term solutions whose consequences will be left for future generations. (70)

Liberalism makes humanity into mayflies, and unsurprisingly, its culmination has led each generation to accumulate scandalous levels of debt to be left for its children, while rapacious exploitation of resources continues in the progressive belief that future generations will devise a way to deal with the depletions. (74)

Deneen mentions that there were once laws “forbidding banks to open branches in communities outside where they were based, premised on a belief that the granting and acceptance of debt rested on trust and local knowledge.” He quotes a banker’s 1928 characterization of the business he was in: “the community as a whole demands of the banker that he shall be an honest observer of conditions around him, that he shall make constant and careful study of those conditions, financial, economic, social and political, and that he shall have a wide vision over them all.” The economic crash of 2008 was in part the result of the elimination of such cultural norms “that existed to regulate and govern the granting and procuring of mortgages” (86). The response to the disaster, predictably, was a call for more governmental regulation, not any renewed reliance on local knowledge and responsibility. Most of us have simply lost any ability to think outside the liberal opposition of state and market forces.

What used to be called the American Dream was roughly a country where every man of normal capacity with a willingness to work could afford to support a wife and family, own a home and car, and take the children to the beach every summer. The realization of such a social vision in the middle of the last century was ascribed at the time (i.e., during the Cold War) largely to America’s free enterprise system. Now that this way of life is lost to us, we can better perceive that it also depended on certain limitations to the rule of market forces: viz., legalized discrimination against working women (the reservation of “family wage” jobs to men), restrictions on immigration (especially by the low-skilled), trade unionism and collective bargaining, as well as greater obstacles to foreign “outsourcing.” We have liberalism to thank for tearing all these supports away.

In compensation, it has given us the cheapness of the junk at Walmart. Economist Tyler Cowen believes that the rise of the talented few “will make it easier to ignore those who are left behind.” He has actually proposed constructing subsidized favelas where the losers of the liberal economic order – the majority of the population – can while away the years between birth and death with distractions such as free internet: “We might even look ahead to a time when the cheap or free fun is so plentiful that it will feel a bit like Karl Marx’s communist utopia, albeit brought on by capitalism.” He describes this nightmare scenario as “the light at the end of the tunnel” (141).

Deneen notes the irony that an economic system which has sacrificed everything to individual autonomy has come to seem even to the most talented like an impersonal form of bondage, a rat race from which there is no escape. He reports a typical student telling him:

If we do not race to the very top, the only remaining option is a bottomless pit of failure. To spend time in intellectual conversation in moral or philosophical issues or to go on a date all detract from time we could be spending on getting to the top and thus will leave us worse off relative to everyone else. (11-12)

Under our “meritocratic” education system, “elite universities engage in the educational equivalent of strip mining: identifying economically valuable raw materials in every city, town, and hamlet, they strip off that valuable commodity, process it in a different location, and render the products economically useful for productivity elsewhere.” But just how long are our economically valuable processed materials going to remain productive for us if they no longer even have time to go on dates? Meanwhile, “the places that supplied the raw materials are left much like depressed coal towns whose mineral wealth has been long since mined and exported” (132).

Education in the service of economic productivity is seen as “practical” but, as Deneen observes, this is to ignore the “more capacious way of understanding ‘practical’ to include how one lives as a spouse, parent, neighbor, citizen, and human being.” The abstract babbling about “social justice” on university campuses encourage functions as a replacement for the genuine social duties students no longer have.

Meanwhile, “conservative” legislatures are gutting the humanities offerings at state-supported schools in the name of cost-cutting. One liberal administrator has perceptively described the mindset: “They’ve decided that rather than defending Edmund Burke, it’s easier just to run Intro to Business online and call it a day.”

Deneen is not optimistic about the prospects for a political solution to the crisis of liberalism, warning that “the likely popular reaction to an increasingly oppressive liberal order might be forms of authoritarian illiberalism that would promise citizens power over those forces that no longer seemed under their control: government, economy, and the dissolution of social norms.” I believe this is correct. The best near-term political fix would likely be a Caesarism similar to what Donald Trump promised but failed to deliver in America. As Deneen says,

the “limited government” of liberalism today would provoke jealousy and amazement from tyrants of old, who could only dream of such extensive capacities for surveillance and control of movement, finances, and even deeds and thoughts.

Could the “illiberal democracy” endorsed by Viktor Orbán really be any worse?

In the longer term, the answer to our problems is not to be found in politics at all:

There is evidence of growing hunger for an organic alternative to the cold, bureaucratic, and mechanized world liberalism has to offer. While especially evident in the remnants of orthodox religious traditions, . . . the building up of practices of care, patience, humility, reverence, respect, and modesty is also evident among people of no particular religious belief, homesteaders and “radical homemakers” who are seeking within households and local communities to rediscover old practices that foster forms of culture liberalism otherwise seeks to eviscerate. Often called a counterculture, such efforts should better understand themselves as a counter-anticulture. (191-192)

As advanced liberalism throws ever more people into economic and familial instability, and our ever-increasing individual autonomy leaves us (as Tocqueville predicted) both “independent and weak,” “such communities of practice will increasingly be seen as lighthouses and field hospitals to those who might once have regarded them as peculiar and suspect” (197).

 

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